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Historias irrepetibles

El harakiri de Van de Velde

El jugador francés sufrió en 1999, cuando estaba a punto de ganar el Open Británico, uno de los mayores y más incomprensibles colapsos de la historia del deporte

Van de Velde, en medio del Barry Burn, en 1999.

Carnoustie, el complicado campo escocés azotado por el duro viento del norte, había convertido el Open Británico de 1999 en una pesadilla para los jugadores. Después de las tres primeras jornadas solo Jean Van de Velde estaba al par. Disfrutaba de cinco golpes de ventaja sobre su inmediato perseguidor, el australiano Craig Parry, una distancia que en absoluto era definitiva en un escenario como aquel. No solo por el terrible viento, que no concedió tregua toda la semana, sino por las trampas que salpican el campo. Uno solo de sus profundos bunkers o una bola en mitad de la maleza que rodea las calles puede conducir a la ruina de cualquiera. Todos los sabían la mañana del 18 de julio cuando se puso en marcha la definitiva jornada.

Para Van de Velde el día resultó mortificante. Durante todo el fin de semana parecía haberse adaptado muy bien a la situación que estaba viviendo. Llegó a Escocia clasificado en el puesto 152 del ranking mundial, un perfecto desconocido para el gran público. Incluso en Francia pasaba inadvertido. Solo el triunfo en el Open de Roma seis años antes había despertado cierta esperanza en su país de encontrar un jugador de primer nivel que volviese a darle al golf francés un torneo grande, algo que no sucedía desde 1907 cuando Arnaud Massy se impuso en el Británico. Esa ilusión se desvaneció con relativa rapidez hasta que llegó el mes de julio de 1999. Durante días la atención del país se centró en Jean Van de Velde que después de una primera jornada regular (finalizó en el puesto veinticuatro) demostró durante los dos días siguientes ser el jugador que mejor había entendido Carnoustie o al menos el que había escapado con más habilidad de sus trampas. El segundo día se puso líder y el tercero estiró esa ventaja hasta los cinco golpes. Su primera rueda de prensa en Escocia la dio ante dos periodistas; en la del sábado había más de doscientos. Durante el fin de semana los medios de comunicación franceses enviaron de urgencia a más de cien periodistas para cubrir el desenlace del torneo y se multiplicaron los reportajes sobre quién era Jean Van de Velde. La opinión pública francesa descubrió su historia, la del menor de cinco hermanos de una familia de Mont-de-Marsan que se empeñó en jugar al golf pese a que a sus padres no lo consideraban un deporte. Era habitual que veraneasen en la costa donde tenían una segunda residencia y durante aquellos dos meses Jean van de Velde hacía una vida completamente diferente a la de sus hermanos. Mientras ellos pasaban la tarde jugando en la playa o practicando la vela él se dedicaba a ver jugar al golf aprovechando que la casa estaba justo entre dos hoyos de un campo. Aquel era su entretenimiento. Tanto insistió a su padre, un empresario que había imaginado que sus hijos cuidarían del negocio familiar, que finalmente acabaron por llevarle al campo próximo a Mont-de-Marsan para que comenzase a recibir clases de golf. Durante años fue el único menor de edad que jugaba en aquel club, aunque eso no le impidió convertirse pronto en el mejor jugador joven del país.

Van de Velde, 152 del mundo, solo había ganado un torneo en su carrera

De todo esto se hablaba en Francia durante la mañana del 18 de julio de 1999. Van de Velde parecía llevar la situación con aparente frialdad en consonancia con su carácter discreto y callado. A su alrededor había una excitación que él no parecía acusar mientras el viento arreciaba en Carnoustie. En el día más importante de su vida como jugador de golf Jean Van de Velde se mantuvo fiel al plan que le había conducido a aquella situación. Llevaba todo el torneo jugando de la misma manera, saliendo siempre con el driver, pese a la dificultad de controlar un palo como ése. Su idea era ganar toda la distancia posible en medio de unas condiciones de tiempo muy complejas. Eso le condujo inevitablemente a situaciones delicadas que había ido resolviendo con éxito. “Mejor estar lo más cerca posible del green aunque sea fuera de la calle” era su máxima. Y funcionó porque se manejó muy bien con el driver y porque demostró habilidad alrededor del green y con el putt.

Nada cambió el domingo. Arrancó su última jornada a eso de las tres de la tarde con el driver en la mano y comenzó a descontar hoyos. El día no tardó en complicarse. No tanto por su juego sino porque el australiano Craig Parry, su compañero de partido, estaba mucho más acertado que él y los cinco golpes de ventaja con los que arrancaba se iban reduciendo a marchas forzadas. Por si fuera poco Paul Lawrie, que había comenzado el día con diez golpes más que Van de Velde, jugó de manera asombrosa para firmar una tarjeta de cuatro golpes por debajo del par, un resultado descomunal en aquellas condiciones. El escocés se sentó en la sede del club a esperar si alguien era capaz de mejorar su cómputo general de seis golpes por encima del par con el que había cerrado el torneo.

El francés perdió en el último hoyo del torneo los tres golpes de ventaja que tenía

Van de Velde aún no pensaba en Lawrie. Su principal problema era que Parry había reducido la diferencia aprovechando los primeros errores del francés. Carnoustie estaba mostrando su peor cara. Al viento se había añadido un diseño de campo realmente complejo por parte de los responsables del Open Británico, algo que fue muy criticado. La vuelta de Lawrie era una excepción porque los bogeys llovían sobre las tarjetas de los jugadores. Parry fue de los que se libró y eso le permitió en el hoyo nueve, a mitad de recorrido, igualar a Van de Velde. Un hoyo después ya lideraba el torneo. Al francés se le había escapado toda su ventaja en apenas media vuelta. Los problemas de los que escapaba con habilidad en las tres primeras jornadas se tornaron en insalvables el domingo. Pero en el hoyo doce Parry se condenó con un grave error del que no encontró la manera de salir y Van de Velde sintió que volvía a respirar para ejecutar un final de vuelta ejemplar. Un birdie y cuatro pares para plantarse en la salida del último hoyo con tres golpes de ventaja sobre Lawrie y Justin Leonard que le esparaban en la casa club con el mismo resultado. Un hoyo por delante.

Fiel a sí mismo Van de Velde cogió una vez más el driver, “el único palo que le puede generar un problema insalvable” dijo Curtis Strange que ejercía de comentarista en la NBC para Estados Unidos. Cristóbal Angiolini, el joven caddie con el que había comenzado a trabajar en el mes de abril y que solo llevaba dos años en el circuito profesional, se limitó al entregarle el palo. La situación seguramente pedía una estrategia conservadora, dar golpes más cortos pero seguros y cumplir el hoyo sin grandes sustos. Van de Velde pegó un drive completamente descontrolado que se fue muchos metros a la derecha de la calle aunque en una buena zona. Desde allí volvió a elegir un golpe atrevido priorizando la distancia a la seguridad de situarse cerca del green. La bola salió en dirección a la grada, golpeó una barandilla metálica para volver hacia atrás, rebotó en el muro de piedra que bordea el riachuelo que protege la llegada al green y acabó en mitad de la maleza. La peor zona del hoyo. Comenzaron a escucharse rumores en la grada que fueron ya exagerados cuando tratando de salir de esa zona Van de Velde ejecutó un golpe pésimo y envió la bola al Barry Burn, el pequeño canal de agua. En medio de un fenomenal desconcierto el francés, a quien ya se veía superado por la situación, comenzó a descalzarse y a remangarse los pantalones para meterse en el agua. Por momentos la gente creyó que iba a golpear desde el agua. Había una cuarta de profundidad y el muro es demasiado alto como para superarlo. Parry bromeó con él al decirle que podían esperar a que bajase la marea lo que le arrancó una sonrisa en medio de aquel drama. El australiano confesaría después su dolor por la escena: “Estaba viendo cómo se estaba enterrando. Y me dolía”. Finalmente descartó esa idea y penalizó. Aún tenía una posibilidad de ser campeón. Necesitaba un buen quinto golpe y un putt. Pero esta vez su bola se fue al bunker donde también estaba Parry que le dijo: “Mejor juego yo primero para que tú pienses mejor lo que tienes que hacer”. El australiano embocó directamente desde la trampa de arena. Si Van de Velde también lo hacía aún sería campeón de un Open Británico que media hora antes tenía su nombre. Pero no lo consiguió. Se quedó a dos metros y metió el putt para acabar con seis golpes por encima del par y jugar un desempate con Lawrie y Leonard. Pero ya estaba muerto deportivamente. Aunque trató de levantarse su historia se había terminado en aquella tragedia vivida en el hoyo 72, el último del fin de semana, en el que eligió desintegrarse y perder los tres golpes de ventaja con los que llegaba. Ganó Lawrie y Van de Velde quedó para siempre unido a esa desgracia. Cada vez que se hace un ranking de los mayores “colapsos” en la historia del deporte su episodio de 1999 siempre aparece mencionado. Van de Velde desapareció de la escena. Jugó la Ryder de ese año y solo ganó un torneo más del circuito europeo en su carrera. Nada más. Pero de todo ese drama se extrajo una consecuencia positiva. Meses después, en el inicio del curso, el campo donde entrenaba se llenó de niños que querían aprender a jugar. Fue un fenómeno en toda Francia donde se calcula que solo ese año 280.000 niños se apuntaron al golf empujados por la experiencia dramática de Jean van de Velde.

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