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El don de competir

Por diferentes razones él nunca era el favorito

Al Oerter lanza el disco enuna competición.

 

Esta semana se supo que Eliud Kipchoge ha decidido consagrar los próximos dos años de su carrera, seguramente los últimos, a convertirse en el primer atleta que logra tres oros olímpicos en el maratón. Una gesta impensable que sin embargo no le servirá para alcanzar los cuatro triunfos en una misma prueba que consiguió el discóbolo norteamericano Al Oerter, un deportista que encontró su fortaleza en la facilidad que tenía para ofrecer su mejor versión cuando mayor era la exigencia y la responsabilidad.

El don de competir. Esa era la mayor fuerza de Al Oerter, el discóbolo más grande de la historia que logró sus cuatro oros olímpicos sin ser favorito en ninguna de las finales que disputó. Pero nadie era capaz de estar a su altura cuando la responsabilidad se disparaba y los brazos se encogían. En ese momento era cuando se desataba por completo esta fuerza de la naturaleza y el disco volaba hasta donde solo él era capaz de enviarlo.

Una historia que como en muchas otras arrancó por una simple casualidad. En su etapa escolar Oerter, nacido en 1936 en Astoria (Nueva York), tenía una inclinación absoluta por los deportes. Practicaba beisbol, fútbol americano –donde se le adivinaba un futuro espléndido– y también era uno de los integrantes del equipo de velocidad de su instituto. Un día, en una de las habituales visitas a las pistas, cayó por casualidad un disco a sus pies. Entre bromas, alguien le retó a ver si era capaz de devolverlo cerca del punto del que provenía y, ante el asombro general, lo envió aún más lejos. Los técnicos que contemplaron la escena se fueron en su busca y le instaron a entrenar con los lanzadores. Oerter no tardó en convencerse de que efectivamente era mucho mejor que la mayoría y ese día quedaron aparcados para siempre los proyectos de velocista, de jugador de béisbol y de fútbol americano. Arrancaba la carrera del mejor lanzador de disco de la historia y una de las grandes glorias olímpicas que ha dado el atletismo.

En su decisión Oerter también tuvo en cuenta que el disco era la forma más sencilla de ganarse una beca para estudiar en la universidad. Se fue a Kansas donde mejoró su técnica y explotó su cuerpo. Superó el metro noventa y los ciento diez kilos (alcanzaría más de ciento veinte en su plenitud como atleta) para convertirse muy pronto en uno de los mejores especialistas del país. Tanto era así que con solo 19 años se fue a las pruebas de calificación de los Juegos Olímpicos de Melbourne. La esperanza de clasificarse era muy remota porque Estados Unidos tenía un puñado de lanzadores sobresalientes y eran los grandes dominadores a nivel mundial, pero sus entrenadores habían decidido que era una experiencia que no se debía desaprovechar. En los “trials” americanos logró la cuarta plaza de los contendientes, muy cerca del objetivo. Pero los días siguientes recibiría una buena noticia porque la lesión de uno de los clasificados le abría la puerta a vivir su primera experiencia olímpica. Llegó a Melbourne siendo el más joven de los participantes, alguien que hasta el momento aún no tenía experiencia internacional alguna. Pero como si llevase toda la vida en el negocio, Oerter fue el mejor en la calificación y en el primer lanzamiento de la final se fue hasta los 56,36 metros, lo que suponía un nuevo récord olímpico. De golpe, la pelea por el oro ya no existía. Sus compatriotas Fortune Gordien y Desmond Koch quedaron segundo y tercero, pero lejos de su marca.

El americano, en sus primeros Juegos.

Un año después de su primer oro olímpico todo pudo irse al traste porque sufrió un accidente de circulación que podía haberle costado la vida. Le dejó lesiones importantes que le lastraron en los años siguientes. Al tiempo se licenció y comenzó a trabajar en una compañía aérea, lo que afectó también en sus entrenamientos. Le costó adaptarse a su nuevo ritmo de vida por lo que llegó a los Juegos de Roma en 1960 mucho más justo de preparación de lo que le hubiera gustado. Solo el buen trabajo de los meses previos a la cita compensó algunas deficiencias. El favorito en Italia era sin duda su compatriota Rink Babka que poco antes había establecido un nuevo récord del mundo. Babka dominó la competición en los primeros tiros, pero en el quinto turno Oerter desató otra vez la fiera competitiva que llevaba dentro. Envió el artefacto a 59,18 metros para conseguir el récord olímpico y colgarse la segunda medalla de oro. Otra vez le escoltaron dos compatriotas en el podio: Babka y Cochran.

En Tokio logró la victoria lesionado y tras quitarse la prótesis que necesitaba para lanzar

En ese momento arranca la mejor etapa de su carrera. En los primeros años de la década de los sesenta Oerter es intocable para la mayoría. Bate el récord del mundo cuatro veces y con veintiocho años nadie discute su condición de favorito en los Juegos de Tokio de 1964. Por primera vez los pronósticos le señalan a él, pero pocas semanas antes de la cita sucede algo sorprendente. El discóbolo americano se lesiona de gravedad en las cervicales y la única manera de que compita es con una especie de prótesis incómoda que le llega hasta el cuello. Por si fuera poco un par de días después de llegar a Japón sufre una caída que le produce un desgarro en el brazo. Durante su estancia en Tokio se pasa buena parte del tiempo metido en una especie de cajón de hielo. Los médicos americanos fueron categóricos con él.

“Lo mejor es que te vuelvas a casa” le dijeron. Pero Oerter es un tipo obstinado y renuncia a abandonar. De repente su condición de favorito desaparece por completo. En esas condiciones parecía imposible incluso que compitiera. A sus compañeros el americano les confesó antes de la final que “si no consigo un buen lanzamiento a la primera no tendré posibilidades”. La cuestión es que los primeros cuatro lanzamientos fueron correctos sin más. Desde el principio se veían sus limitaciones físicas. Marchaba pese a todo en la tercera posición de una competición que dominaba el checo Danek. Cuando llegó el quinto turno se produjo uno de esos momentos emblemáticos en la historia olímpica. Oerter se quita el aparato ortopédico para ejecutar el tiro. El que le protegía pero que también le limitaba. Y entonces soltó toda su fuerza para llegar a los 61 metros y batir otra vez el récord olímpico. No vio caer el disco porque de inmediato se desplomó en el suelo en medio de un dolor insufrible. “Fue como si me arrancasen las costillas, pero en los Juegos hay que morir” explicaría más tarde. Ya no pudo lanzar el sexto, pero Danek se quedó a medio metro de él y por tercera vez volvía a subir a lo más alto del podio.

Oerter lanza en Tokio con una sujeción especial en el cuello.

La etapa gloriosa de Oerter se cerró en México en 1968. Tampoco parecía llegar en su mejor momento aunque el hecho de no se el favorito no tenía tanto que ver con él sino con Jay Silvester. El americano era con diferencia el mejor de la especialidad en ese momento. Había batido el récord del mundo poco antes de la cita y en la calificación mejoró el récord olímpico que Oerter había establecido cuatro años antes. Todo lo que no fuese un triunfo suyo sería una monumental sorpresa. Pero en el momento de la verdad le temblaron las piernas. Toda la seguridad que Oerter demostraba en esos momentos le faltó a Silvestre que desde el comienzo de la final se vio superado por la responsabilidad. Oerter, fiable como un reloj suizo, cumplió con su objetivo. Se fue a los 64,78 metros para batir un nuevo récord olímpico y conquistar su cuarta medalla de oro. Aquellos Juegos fueron los de Beamon, los de Fosbury, los de Hines…eso hizo que sobre su gesta se pasase algo de puntillas, pero estamos ante una de las conquistas más grandes de la historia del deporte.

Oerter, en el tramo final de su carrera.

Oerter, en el tramo final de su carrera.

Después de aquello empezó a apartarse del disco aunque más de diez años después intentó algo impensable: clasificarse para los Juegos de Moscú en 1980. Aunque no hubiese podido ir por el boicot de los norteamericanos a la cita, con cuarenta y tres años intentó ganarse el puesto y a punto estuvo de conseguirlo porque logró la cuarta plaza. Algo casi tan valioso como cualquiera de los oros de su vida.

Oerter, con uno de los discos de los que se valía para pintar sus cuadros.

Oerter, con uno de los discos de los que se valía para pintar sus cuadros.

El arte fue su último refugio. Era un apasionado de la pintura abstracta. Comenzó con ella para relajarse entre las competiciones y una vez retirado se dedicó a depurar su estilo. El disco le acompañó en su faceta artística porque en lo que llamaba “Impact art” se valía de su fiel compañero en su etapa deportiva para sus cuadros. Ponía el lienzo en el suelo cubierto con bolsas de pintura y lanzaba el disco contra él. Y a partir de ese resultado desarrollaba muchas de sus obras. Oerter fundó también la organización “Arte de los Olímpicos”, una exposición en la que se incluyen obras de exdeportistas olímpicos y paralímpicos.

El neoyorquino tuvo después de los sesenta años diferentes problemas cardiacos debido a los problemas de hipertensión crónicos que sufría. Los médicos le aconsejaron que se sometiese a un transplante, pero él lo descartó: “He tenido una vida interesante y saldré de ella con el corazón que entré” les dijo. Y con setenta y un años su corazón volvió a fallar, esta vez para siempre.

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