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Una tarde loca en Nueva Jersey

Imagen del recinto en el que se disputó la pelea al fondo. A la izquierda, George Carpentier, a la derecha, Jack Dempsey

La hoja de servicios de Tex Rickard le convertiría en un personaje ideal de cualquier novela ambientada en el Oeste americano. Criado en Texas, donde se instaló junto a sus padres cuando solo tenía cuatro años, fue buscador de oro, jugador de póker profesional, dueño de varios salones de juego, comisario, amigo del legendario Wyatt Earp y promotor de pequeñas peleas de boxeo a las que no sacaba demasiado rendimiento. Pero todo cambió para él cuando se instaló en la costa este y comenzó a ganar peso en la sociedad neoyorkina y unió sus pasos a Jack Dempsey, un joven púgil nacido en 1895 en la diminuta Manassa (Colorado) y que se había hecho boxeador de un modo casi autodidacta fajándose contra rivales de todo pelaje en pequeños graneros y salones, siempre rodeado de borrachos y vaqueros.

90.000 personas asistieron al combate en una instalación levantada solo para el acontecimiento

Aquel chico por el que casi nadie daba un dólar llegó a Nueva York en 1916 y, aunque no impresionó a la crítica en sus primeros combates, demostró tener más agallas que nadie sobre el ring. Al público le encantó. Su estilo decidido, las patillas afeitadas, el aspecto rudo e incluso el hecho de ser blanco en un deporte que cada vez tenía más púgiles de color en la élite, le convirtieron en toda una sensación para una parte importante de la sociedad americana. Dempsey se transformaba cuando se ataba los guantes y las zapatillas –siempre sin calcetines-.

George Carpentier

Luego, se vestía de calle y reconocía a los periodistas que en su vida privada era un vago, un borracho y que nada le gustaba más que una buena bronca. La gente enloquecía con él por aquella forma tan franca de expresarse. Ese detalle no pasó inadvertido para Rickard, listo como una ardilla, que logró asociarse con el boxeador y su mánager, Jack Kearns, el hombre que se encargó de moldear al de Manassa hasta convertirle en julio de 1919 en campeón del mundo de los pesos pesados tras una grandiosa pelea contra Jess Willard. Algo más de 16.000 espectadores asistieron en Toledo a su victoria y al nacimiento de una grandiosa estrella del deporte mundial. Dempsey se convirtió en una celebridad a la que frecuentaban las mayores personalidades del país y también algunos de los grandes indeseables de la época. No había mafioso que se preciase que no tuviese interés en acercarse a él y dejarse ver en los asientos más cotizados de sus combates.

Jack Dempsey

Jack Dempsey

La cabeza de Rickard no paraba de dar vueltas convencido de que no había límites para la capacidad de movilización de su patrocinado. Su mente iba a toda velocidad y fue de las primeras personas que entendió que el deporte, el espectáculo, movilizaría masas descomunales de aficionados en el futuro. Preparó un par de defensas de la corona solventadas con claridad y en verano de 1921 decidió que era la hora de asombrar al mundo y convertir un suceso deportivo en el mayor acontecimiento social que se hubiese visto en Estados Unidos.

Imagen del área del recinto

Eligió como rival al francés Carpentier y explotó desde el punto de vista publicitario el hecho de que se enfrentasen dos tipos que no tenían nada que ver: la vieja y elegante Europa contra el salvaje oeste; el héroe de guerra (Carpentier había sido condecorado por sus servicios en la Primera Guerra Mundial como piloto de avión) contra el “desertor” Dempsey que se las había ingeniado para eludir el paso por el ejército y había sido procesado por ello. La pelea del hombre ejemplar contra un gamberro de manual, papel que a Rickard no le importaba que recayese en su chico. Había miles de potenciales Jack Dempsey en las calles de Estados Unidos que se sentían representados por su boxeador.

Un momento de la la cuenta de protección

Carpentier, que nunca había peleado fuera de Europa, supuso también un descubrimiento para la opinión pública. Cuando se bajó del barco que le había llevado desde Francia a Nueva York los americanos se sintieron inmediatamente seducidos por su elegancia y educación. Era un hombre alto, espigado, cortés, con la sonrisa siempre a punto, de mirada franca, vestido de forma impecable al estilo que se imponía en Europa, con el sombrero en la mano cada vez que saludaba a alguien. No parecía un boxeador. Acostumbrados a la rudeza y el desarraigo de la mayoría de los púgiles estadounidenses, Carpentier era otra cosa. Su estilo, que también se correspondía en gran medida con su forma de boxear, hizo que la prensa le bautizase con el sobrenombre del “hombre orquídea”. Su atractivo se convirtió en un aliciente más para la pelea.

Dempsey, mucho más contundente, se impuso al francés en el cuarto asalto

Tras diversas desavenencias con las autoridades de Nueva York que le pusieron pegas de toda clase y no se fiaban mucho de sus intenciones, Tex Rickard decidió sacar el combate a otro lugar y aceptó entonces la propuesta del alcalde de Nueva Jersey que le ofreció una parcela de treinta acres propiedad de un empresario de la ciudad llamado Boyle. Rickard no quería alejarse demasiado de la Gran Manzana porque estaba convencido de la respuesta entusiasta de sus vecinos, factor determinante para que aquella ambiciosa operación fuese un éxito. En el desangelado terreno de Nueva Jersey, desde la nada más absoluta, construyó en un tiempo récord un nuevo recinto deportivo con capacidad para más de ochenta mil espectadores que fue bautizado con el nombre de los “Treinta Acres de Boyle”.

La gente, agolpada en Times Square para escuchar la retransmisión por radio

Todas las previsiones, incluso las más optimistas, fueron superadas de forma apabullante. Casi noventa mil personas convirtieron en un hormiguero la instalación. La recaudación por primera vez en un combate de boxeo superaba el millón de dólares (casi llega a 1.800.000) y las entradas iban de los cinco dólares las más baratas a los cincuenta que pagaron los que querían estar cerca del ring.

Otra imagen de Treinta acres de Boyle

El fijo para los púgiles era de 300.000 dólares para el americano y 200.000 para el francés, una cantidad descomunal de dinero para aquel tiempo que a ambos les hubiese permitido vivir de rentas. Nadie se lo quiso perder y hasta New Jersey se acercaron personalidades como John Rockefeller, William Vanderbilt, Vincent Astor, Henry Ford o la familia Roosevelt casi al completo. La pelea fue la primera transmisión deportiva que se hizo por radio en directo en Estados Unidos pese a la precariedad de medios y el escaso alcance.Pero el suficiente como para que la señal llegase a Nueva York donde miles de espectadores se reunieron en Times Square para escuchar el desenlace completamente hacinadas en mitad de la calle.

Una verdadera locura que luego no se correspondió con la pelea que vieron los aficionados. Dempsey, aunque sufrió en los dos primeros asaltos con el estilo fino y depurado del francés, impuso su brutal fortaleza en el comienzo del cuarto round y envió a la lona a Carpentier mientras los aficionados se felicitaban por el resultado al tiempo que lamentaban que la pelea programada a doce asaltos no diese un poco más de sí. El francés se deshizo en elogios hacia su rival nada más bajarse del ring: “Os aseguro que su directo es como la coz de una mula” dijo a los periodistas que esperaban sus impresiones. Y acto seguido se fue a poner un cable a su mujer que esperaba nerviosa el resultado en París:

“He sido batido limpiamente por un hombre que era demasiado fuerte para mí. No lesiones ni en la cara ni en el cuerpo. No te preocupes. Te cablearé más tarde con mis planes, amor”

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“He sido batido limpiamente por un hombre que era demasiado fuerte para mí. No lesiones ni en la cara ni en el cuerpo. No te preocupes. Te cablearé más tarde con mis planes, amor”, rezaba el mensaje que cruzó aquella tarde el Atlántico. Ese día nació también una extraordinaria relación entre los dos púgiles que no dejaron de encontrarse con frecuencia el resto de sus vidas.

Rickard estaba casi tan feliz como Dempsey. El boxeo en particular y el deporte en general acababan de nacer como gigantesco espectáculo de masas. Y él había tenido la culpa. De aquella tarde inolvidable del 2 de julio de 1921, de la que acaba de cumplirse un siglo, a Rickard solo le quedó un pequeño lamento que confesaría poco después a su grupo más estrecho de colaboradores: “Teníamos que haber doblado el precio de las entradas”.

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