Para Etienne Gailly no había nada más importante que darle a su país una medalla olímpica. Lo consideraba el fin de trayecto de una complicada etapa de su vida que había comenzado el día en que los nazis entraron en Bélgica.
Tenía veinte años entonces. Demasiado horror de golpe para un chico ordenado que estudiaba con la intención de hacerse abogado y que practicaba el atletismo como un pequeño entretenimiento.
Gailly, como muchos otros, escapó de Bélgica con la idea de combatir a los alemanes desde fuera. Atravesó Francia y tras cruzar los Pirineos acabó en España, donde pasó seis meses detenido por no tener llevar documentación. Las autoridades le liberaron tras prometer que regresaría a su casa, pero sus planes eran bien diferentes a los que confesaba. A través de Portugal llegó a Londres donde tenía intención de unirse a las fuerzas belgas liberadas. Comenzó en Inglaterra su instrucción como paracaidista con la intención de participar en el desembarco que se estaba preparando. En su tiempo libre recuperó el hábito de correr y para ello se inscribió en un club de Wimbledon, el Belgrade Harriers. No era un prodigio, pero sí obstinado y duro. Sus entrenamientos se detuvieron en 1944 cuando formó parte de las fuerzas que llegaron a Europa a través de Normandía. Durante un año estuvo en combate, envuelto en las últimas grandes campañas que tuvieron lugar en Europa, un tiempo que sirvió para reencontrarse con el desastre en el que se había convertido su país. Fue entonces cuando pensó que toda aquella gente, inmersa en el dolor más absoluto, se merecían que él hiciese un esfuerzo por darles una pequeña alegría.
El y su entrenador decidieron inscribirse en el maratón tras un casi inexistente proceso de selección. No había corrido ninguno en su vida, pero tenían un plan que estaban decididos a cumplir. Había que cubrir esa distancia en dos horas y media y que eso serviría. Establecieron unos tiempos de paso y optaron por olvidarse de todo lo que sucediese a su alrededor. Dos idealistas sin mucho conocimiento. La organización había dispuesto que el maratón, que cerraba el programa olímpico, se disputase con salida y llegada en el estadio de Wembley. Un recorrido algo duro, con varias subidas que podían desgastar demasiado a los poco más de cuarenta atletas que se lanzaban a la aventura. Con las heridas de la guerra aún curándose la cita inglesa estuvo marcada por la austeridad, pero lo compensaba el entusiasmo de quienes querían que la vida y el deporte siguiesen su camino. Entre esos entusiastas estaba Etienne Gailly.
Por si las dificultades fuesen pocas los organizadores establecieron las tres de la tarde como la hora de salida. Y por esas cosas del destino que suele ser caprichoso el 7 de julio de 1948 hizo mucho calor en Londres lo que unido a su tradicional humedad hizo que las condiciones fuesen especialmente exigentes para los deportistas. De eso podía hablar con conocimiento de causa el encargado de dar el pistoletazo de salida de la carrera. Fue Dorando Pietri, el italiano que en la maratón de los Juegos Olímpicos de Londres de 1908 fue descalificado porque varios jueces le ayudaron a cruzar la línea de meta. Había entrado en el viejo estadio de White City completamente desorientado, sin fuerzas para sostenerse en pie. Incluso corrió un rato en dirección equivocada y tuvieron que corregirle. Las ayudas fueron tan evidentes para que llegase a la meta que los jueces tuvieron que descalificarlo, aunque se ganó el cariño de todo el mundo e incluso la Reina le recibió al día siguiente para regalarle una pequeña jarra de plata. La presencia de Dorando Pietri en la línea de salida era de alguna forma una premonición de lo que estaba a punto de suceder.
Gailly tenía un plan y no quiso apartarse un segundo de él. Durante los primeros kilómetros fue cumpliendo escrupulosamente lo que tenía preparado con su entrenador. Ajeno a la tranquilidad con la que se tomaron el compromiso el resto de rivales. Así no tardó en marcharse en solitario hasta abrir un hueco con sus perseguidores que siempre rondó el minuto. Apretaba el calor, aumentaba la deshidratación, pero el belga superó el ecuador de la prueba con una amplia diferencia sobre sus perseguidores donde comenzaron a destacar el coreano Yoon-Chil (que entonces tenía el récord mundial de la distancia) y el argentino Delfo Cabrera (otro novato que corría el segundo maratón de su vida y que tampoco aparecía entre los favoritos). Pasado el kilómetro treinta Gailly empezó a sentirse mal y disminuyó su ritmo. Empezaban a asomar las fisuras del plan diseñado con su entrenador. El coreano y el argentino le adelantaron cuando habían cubierto el kilómetro 32. Lo normal es que la caída hubiese continuado, pero Gailly apretó los dientes y sacó fuerzas de donde no las había para mantenerse a una distancia prudente de los dos primeros. No se resignó. Entendió que la carrera consistía en sobrevivir y de eso él sabía un poco. A los pocos kilómetros se encontró con que el coreano Yun-Chil se había retirado tras desvanecerse y a cinco kilómetros de la meta recuperó la cabeza tras adelantar al argentino Cabrera. Ya podía ver Wembley. Lo tenía en la mano. Pero justo al cruzar el túnel que llevaba a la pista, puede que por el cambio brusco de temperatura, notó una dolorosa punzada en el vientre. Entró en el estadio y se sintió completamente vacío y desorientado. Era incapaz de mantener la línea recta, las piernas no le respondían. Cruzó la línea de meta y sintió que tenía un muro delante cuando fue consciente que aún debía completar otro giro a la pista de arena de Wembley.