Australia estaba demasiado lejos, pero aún así era imposible que la distancia sirviese para aplacar las tensiones que el mundo vivía desde el final de la Segunda Guerra Mundial. En 1956 se habían citado en Melbourne los mejores deportistas del mundo, aunque varios países decidieron boicotear los Juegos Olímpicos con la justificación de la Guerra de Suez o la represión con la que el régimen soviético había respondido a la revolución en Hungría.
España, junto a Países Bajos o Suiza, fue uno de los países que tomaron la decisión de no acudir después de que el COI descartase excluir a la URSS. Los deportistas trataban de vivir en su propia burbuja aunque en ocasiones la situación se les fue de las manos como por ejemplo en el enfrentamiento entre Hungría y la URSS en waterpolo que terminó con varios jugadores saliendo de la piscina con la cara cubierta de sangre después de la batalla librada en el agua y donde se habían dedicado a ajustar cuentas.
Harold Connolly, un lanzador de martillo estadounidense, no estaba demasiado preocupado por aquella tensión que se vivía entre las diferentes delegaciones. Cuando era un niño no podía ni imaginarse que haría carrera en el atletismo. Había tenido problemas de crecimiento en su brazo izquierdo debido a que durante el parto un nervio había quedado afectado. Por ese motivo la extremidad era ocho centímetros más corta que la derecha y eran habituales las fracturas (hasta trece sufrió durante su niñez). Pasó años con el brazo inmovilizado, vendado o escayolado. Una tortura para un crío que no se libraba de las bromas en el colegio de sus compañeros y que se sentía incapacitado para desarrollar una vida normal.
Pasaba más tiempo en los hospitales que en el patio. Pero aquel muchacho fue saliendo de la situación y pese a sus limitaciones físicas encontró en el atletismo el medio para integrarse. Se especializó en el lanzamiento de martillo. Su falta de fuerza en el brazo izquierdo lo compensó con la potencia de sus piernas y con la velocidad en la rotación. Pasó momentos complicados, de duda, en los que se planteaba si no estaría perdiendo el tiempo. Un día se retó a sí mismo. Se fue a un descampado y midió la distancia que había hasta un coche.
“Si no soy capaz de llegar lo dejo para siempre”
Y llegó. Como si se hubiese activado un interruptor, el lanzador comenzó a mejorar de forma imparable hasta convertirse en el mejor especialista de su país. Melbourne suponía para él todo un reto.
Olga Fitokova era una lanzadora de disco checoslovaca. Sus padres querían que estudiase violín, pero eligió el camino del deporte. Jugó al baloncesto (llegó a ser plata en un Europeo con su selección) antes de que un entrenador viese en ella posibilidades con el disco en la mano. Comenzó a progresar pese a que su cuerpo no respondía a los cánones teóricos de la especialidad. Lo comprobó por primera vez en 1955 durante una competición en Varsovia. Era muy poca cosa comparada con las lanzadoras soviéticas.
Nina Ponomareva se acercó a ella y se lo dijo con absoluta franqueza: “Eres demasiada flaca”. A raíz de aquello establecieron una relación amistosa y tras la competición la rusa se quedó con ella durante un tiempo ayudándola a evolucionar. Cuando se despidieron Ponomareva le lanzó un pronóstico: “Si sigues así puede que te vea dentro de un año en Melbourne”. El vaticinio se cumplió hasta el punto de que la checa se transformó en una seria amenaza para las lanzadoras soviéticas, convencidas de que podrían copar el podio.
Durante los días anteriores a la competición, en los espacios comunes, ajenos a la tensión de bloques que se vivía en los despachos y las cancillerías internacionales, Harold Connolly y Olga Fitokova se conocieron. Y se gustaron. Con el inglés como remoto nexo común (la checa dominaba lo imprescindible para comunicarse) hicieron habituales sus encuentros pese al recelo con el que los responsables de ambas delegaciones seguían aquella historia. Especialmente inquietos estaban los dirigentes checoslovacos. No les gustaba la relación en sí, ni tampoco las consecuencias que podría tener en el rendimiento de la lanzadora. Pero aquellos dos jóvenes vivían su historia ajenos a las fronteras, a la Guerra Fría y a las miradas inquisidoras que les acompañaban cada vez que se sentaban a hablar cerca de la pista de entrenamiento. Cada uno estaba descubriendo el mundo del otro y eso le añadía a la relación una connotación especial. En esas charlas por ejemplo Connolly se enteró de que el padre de Fitokova estaba en la cárcel por sus oposición al régimen.
Olga Fitokova fue la primera en entrar en competición. Hizo un concurso perfecto. Batió el récord olímpico lanzando algo más de 53 metros y consiguió la única medalla de oro de la delegación checoslovaca en aquella edición de los Juegos. Nina Ponomareva, desplazada al tercer lugar del podio, se tomó de mala manera aquella derrota hasta el punto de que estuvo un tiempo sin dirigirle la palabra, como si se reprochara haber contribuido a fabricar a quien la derrotó.