Giovanni Trapattoni, el técnico que más gloria le ha dado a la Juventus, dijo ayer, abrumado por el dolor, que “los jugadores no deberían irse antes que sus entrenadores”. Como sucede con los padres y los hijos. Hablaba desde sus más de ochenta años, incapaz de digerir la muerte a los sesenta y cuatro de Paolo Rossi, su “Pablito”, aquel delantero de piernas finas que tantos partidos le solucionó, oportunista, que nunca aparecía en el radar de los defensas y que en el área tenía la intuición y los reflejos de un felino.

El mundo del fútbol, que empezaba a secarse las lágrimas que dejó el adiós de Maradona, se despertó ayer con un nuevo mazazo, la muerte de otro de sus grandes nombres, a uno de esos futbolistas que, como Diego, caminarán siempre en el recuerdo al lado de un torneo concreto. Porque cuatro años antes de que Maradona firmara su obra cumbre en México, Paolo Rossi hizo lo mismo en aquel Mundial de 1982 jugado en España. El de los tres partidos de la primera fase en Balaídos, la concentración en el Parador de Pontevedra, la milagrosa clasificación italiana para la segunda fase, los partidos legendarios en Sarriá contra Argentina y Brasil, el marcaje de Gentile a Maradona, el catálogo de regates de Bruno Conti, la final contra Alemania, la celebración de Pertini en el palco, el grito desgarrado de Tardelli...Pero si todo eso hubiese que resumirlo en un solo nombre sería el de Paolo Rossi.

Rossi levanta la Copa del Mundo en el Bernabéu. | // FDV

Había comenzado su carrera como delantero en el Vicenza. Tenía veinte años cuando el entrenador, ante la baja del titular, le situó en punta convencido de sus posibilidades. Rossi respondió convirtiéndose en el máximo goleador de la Serie B con 21 tantos y empujando al ascenso a su equipo. En su primera campaña en la máxima categoría marcó 24 goles y eso le abrió las puertas de la selección italiana. Enzo Bearzot le llamó para disputar el Mundial de Argentina en 1978 en el que anotó tres goles formando pareja con Bettega y la prensa de su Toscana natal le bautizó como “Pablito”. Italia finalizó en una esperanzadora cuarta posición, pero lo más importante era que el técnico empezaba a formar un grupo ilusionante, repleto de gente joven, que podría llevar a la “nacionale” a mayores cotas. El problema fue que en esa transición hasta el Mundial de España en 1982 surgió el escándalo del “Totonero”. La Policía destapó una red que se dedicaba a vender partidos para ganar dinero gracias a las apuestas. Cayeron jugadores, clubes, directivos....El Milan y el Lazio se fueron a la Serie B y un puñado de futbolistas de otros clubes recibieron un castigo ejemplar. Paolo Rossi, en las filas del Perugia en ese momento, apareció en aquella lista de la vergüenza. Tres años de castigo, el adiós al Mundial y a sus primeros años en la Juventus de Trapattoni que acababa de ficharle. El delantero siempre negó cualquier participación en aquella trama, pero se comió buena parte del castigo. La justicia, por la presión que había en el país, redujo algunas de las penas para que, como en el caso de Rossi al que libraron de su último año en el dique seco, diese tiempo de que se preparase para el Mundial de España. Bearzot le quería con él. Antes de viajar a Vigo, donde Italia debía jugar los tres partidos de la primera fase ante Perú, Camerún y Polonia, apenas le dio tiempo para disputar tres partidos con la Juve y castigarse en una preparación que le dejó reventado. Por si fuera poco, el entorno de la selección italiana parecía un manicomio con los periodistas en guerra con los futbolistas y la mitad del vestuario en guerra contra la otra mitad. Eso se vio perfectamente en el Parador de Pontevedra –lugar elegido por el seleccionador para concentrar al equipo aquellos diez días◘– donde los periodistas tenía prohibida su entrada, los futbolistas comían por tandas para evitarse y cada rueda de prensa terminaba en un incendio. Rossi fue el tema favorito de los periódicos. Estaba agotado por la falta de competición, por tantos meses alejado de los terrenos de juego, y comenzaron a referirse a él como “el fantasma Rossi”. Se pedía a gritos que fuese Causio quien jugase como compañero de Grazziani. Pero Bearzot siguió fiel al delantero de la Juventus y consiguió unir al grupo con el viejo pretexto del enemigo externo que les quería hacer daño. Italia se clasificó para la segunda fase después de tres deprimentes empates (con Balaídos animando siempre a sus rivales) gracias a la mejor diferencia de goles que Camerún.

Antognoni, Rossi y Oriali, en una imagen de hace unos pocos años. | // EFE

Pero en Sarriá todo cambió. Enredada en un grupo temible con Brasil y Argentina donde solo se clasificaba el primero, dieron su mejor versión. Ganaron a la albiceleste con Gentile probando el grado de resistencia que tenían la camiseta y los tobillos de Maradona y, ante aquella impresionante Brasil que nadie ha podido olvidar, jugaron uno de los mejores partidos de la historia de los Mundiales. Fue el día que Rossi decidió aparecer en el torneo. A lo grande. Ese día nació el “Bambino de Oro”. Marcó los tres goles y apartó de las semifinales al indiscutible favorito para el título, a aquella alineación colosal con Cerezo, Junior, Falcao, Sócrates, Eder y Zico. Como si alguien hubiese pulsado un interruptor, Rossi se adueñó del Mundial. Marcó luego los dos goles en la semifinal ante Polonia y el primero de los goles en la final ante Alemania. Luego vendrían Tardelli y Altobelli para certificar un título que desde unos días ya caminaba de la mano de Paolo Rossi. Elegido mejor jugador del torneo y máximo goleador, unos meses después fue galardonado con el Balón de Oro. 1982 era oficialmente el año de Rossi.

Empezó entonces su exitosa etapa en la Juventus. Tres años a las órdenes de Trapattoni en los que no se le resistió casi nada. Aquel era una plantilla deliciosa en la que brillaban por encima de todo Platini y Boniek. Pero Rossi allí estaba siempre al acecho, oculto entre los defensas, preparado para intuir antes que el resto dónde iba a caer el balón. Llegaron así dos Ligas, una Copa, una Recopa, una Supercopa de Europa y el colofón perfecto, la primera Copa de Europa en la historia de la Juventus. Un día feliz, un día triste. Fue la noche de Heysel, la de la muerte corriendo por las gradas del estadio de Bruselas. Rossi se marchó después de ese episodio. Fichó por el Milan donde jugó una temporada y acabó su carrera en el Hellas Verona. Solo tenía 31 años cuando decidió que sus rodillas ya no daban más de sí. Le habían operado en ambas en diferentes momentos de su trayectoria. Sin meniscos, el dolor y el desgaste no paraban de aumentar. Y se alejó de los campos para sentarse en los platós de televisión para ejercer de comentarista y de leyenda. Así pasó tres décadas de su vida. Sufriendo para caminar, pero dichoso por el cariño que despertaba a su paso, por aquellas muestras de agradecimiento que a diario recibía de quienes fueron felices en 1982 gracias a él. Hace tiempo un cáncer de pulmón acortó de forma dramática su esperanza de vida. Y ayer, a los 64 años, dejó otro de esos vacíos que resulta imposible llenar.

Rossi disputa un balón durante uno de los partidos jugados en Balaídos en 1982. | // FDV