Para los franceses hasta ahora la palabra Imola solo se asociaba a las gestas automovilísticas de Alain Prost, aparte de piloto de Formula Uno, un gran amante del ciclismo. Imola, desde ayer, gracias a Julian Alaphilippe, ha entrado en la cultura ciclista francesa y practicamente en la de todo el mundo. Alaphilippe cumplió un sueño. Sabe que seguramente volverá a vestirse muchas veces de amarillo en el Tour, pero difícilmente llegará a los Campos Elíseos con esa prenda, pero sí con el jersey arcoíris, el que lo identifica como campeón del mundo, y que tendrá el honor de vestir durante todo un año.

Ganó el Mundial con garra, sin esconderse, haciendo trabajar lo gusto a la selección francesa que, como tantas otras incluida la española, se aprovechaba del trabajo de Bélgica, que siempre dio la cara convencida de que Wout van Aert era el principal favorito. De hecho, los belgas y Van Aert, al final medalla de plata, pudieron con todos, con todos menos con Alpahilippe.

Italia improvisó un circuito con un alto contenido de dureza en un tiempo récord, después de la renuncia suiza a organizar el Mundial. Era un circuito que, ciertamente, se adaptaba perfectamente a la constitución de un ciclista explosivo, que sabe aprovechar como pocos las cuestas duras, empinadas y cortas, como hacía hace unos años Purito, y también Alejandro Valverde, que tuvo que contentarse con la octava plaza (Mikel Landa fue 16º y Pello Bilbao, 20º). Y Calisterna, la subida más dura del circuito que se pintó alrededor del autódromo Enzo y Dino Ferrari, donde comenzaba y acababa todo, le iba como anillo al dedo, siempre con el permiso belga, con la autorización de Van Aert que reaccionó un poco tarde, una decena de metros tras arrancar Alaphilippe, en la última de las nueve vueltas, a 14 kilómetros de la meta, con el único objetivo de proclamarse como campeón del mundo.

Desde 1997 ningún francés se había vuelto a proclamar como campeón del mundo. Ocurrió en San Sebastián, gracias a Laurent Brochard, el melenudo ciclista que corrió en las filas de un Festina de ingrato recuerdo. 23 años sin que sonase La Marsellesa al acabar un Mundial. Hace dos años Romain Bardet estuvo cerca, pero lo impidió Valverde, en su gran día.

"Este era el sueño que tenía como ciclista y hasta ahora, siquiera, había podido subir al podio", recalcó un Alapahilippe emocionado, con lágrimas en los ojos.

Actuó en el momento clave, porque ya se sabe para ganar un Mundial no hay que malgastar fuerzas tontamente como hizo Tadej Pogacar con un ataque a 41 kilómetros de la meta que no iba a ninguna parte. Hay que ir siempre escondido, preguntándose la gente que está siguiendo una carrera que dura más de seis horas, si realmente un ciclista como Alaphilippe, lo está corriendo.

Estaba y se le esperaba para que nadie a su estela pudiera capturarlo. Tampoco el prometedor corredor suizo Mark Hrischi, el rey de las fugas del Tour, que consiguió la medalla de bronce. Fue el feliz día de Alaphilippe en tierra de Prost, aunque con el motor en sus piernas.