Julia Vaquero galopa por los caminos de A Guarda, a pleno sol. Pudieran pensar los vecinos que es su recuerdo o su fantasma. Pero es ella en carne y hueso, con el peculiar gesto de antaño, apoyando las plantas "como un pato mareado", describe. Doce años después ha vuelto a calzarse las zapatillas; su gloria y su tormento. Esta vez no persigue otra meta que la sonrisa propia. Julia corre cuesta arriba porque así es como le ha tocado vivir. Cumple cincuenta años el 18 de septiembre. Promete: "De esta salgo".

Fue admirada durante tanto. "Podéis tocarme, que soy como vosotros", le decía a los pequeños que se le acercaban en busca de autógrafos. La reina española del fondo y medio fondo. La mejor atleta gallega de todos los tiempos. Quedó décima en la final de 10.000 metros de los Juegos Olímpicos de Atlanta. Ganó dos medallas de plata en los Europeos de cross. Resiste su récord nacional de 5.000 metros, esos 14.44:95 estratosféricos firmados en Oslo el 6 de julio de 1996.

Julia, talento puro a quien Ortega ya no pudo corregir la técnica de carrera, corría para escapar de una realidad a la que irremediablemente regresaba cuando se apagaban los vítores. La muerte de su padre y las estrecheces económicas marcaron su infancia; de niña que quería estudiar, condenada al sacho. Después, un matrimonio que se hunde, la bulimia y la anorexia, los altibajos emocionales, el silencio. Se quebró por dentro en el Mundial de Sevilla de 1999. Se recuerda a sí misma aquel día, en medio de La Cartuja, observando con extrañeza todo lo que sucedía a su alrededor. De alguna forma sintió que su carrera había concluido a los 28 años. En 2017 explicó en público lo que la gente ignoraba o se contaba entre cuchicheos: el diagnóstico de trastorno bipolar.

Desde que lo contó ha recibido agradecimientos como el de una señora deprimida, al que su marido llamaba vaga por no querer salir de cama y que se sintió reconfortada. También ha escuchado las maledicencias que se mascullan a su espalda: "Estoy harta de que me llamen loca. Sí que me arrepiento de haberlo dicho. Pero quiero dar la imagen de que se puede salir de esto".

Julia, con motivo de su dolencia, recibe una paga por discapacidad que apenas alcanza los 400 euros. "Es una injusticia social. Los deportistas de alto nivel no cotizamos a la Seguridad Social. Nos quedamos sin nada. Yo me he arrastrado". Agradece la ayuda de Alejandro Blanco y del Comité Olímpico Español. Lamenta el desinterés de Lete y la Xunta, de la Federación Gallega, de las instituciones de A Guarda. El Programa de Atención al Deportista de Alto Nivel del CSD le nombró de tutora a Loli Pedrares. "Tienen contactos con empresas, más facilidad. Pero si estás mal no se arriesgan. Tampoco me sentía segura de mí misma. Cuando has sido una figura sientes vergüenza de salir a la calle, estás estigmatizada en pleno siglo XXI".

Julia ha progresado. Ha pasado de doce pastillas al día -"un calvario, me adormecían y me bloqueaban emocionalmente"- a solo un par. Aficionados de fuera de Galicia la han localizado y le han tributado su devoción. "Me han subido la autoestima", reconoce. "Ahora mismo estoy muy bien". Y al fin se ha sentido preparada para responder al reclamo de su sangre y sus piernas.

No había vuelto a correr desde hacía doce años. Comenzó en agosto. "Tengo una relación de amor-odio con el atletismo. Me dio todo y me lo quitó todo. Estaba cabreada por todo lo que me había sucedido", explica. "El deporte es tan duro... Ahora estoy haciendo las paces".

Julia recorre las sendas de sus primeros trotes. Aquella diminuta hada que hacía girar los cuellos de los labriegos al agitar la hierba como una ráfaga de viento se ha convertido en una mujer madura. "El primer día ya hice 45 minutos, aunque yendo despacio, arrastrando las piernas. Tenía tirones al empezar. Tengo que estirar, hacer más gimnasia".

Se ejercita tres o cuatro días a la semana por el itinerario que en A Guarda se conoce como "volta ao monte". "Es peligrosa. En algunos sitios no hay ni farolas. Voy por medio de la carretera porque las aceras son duras", describe. Son siete kilómetros de orografía quebrada. "En mis mejores tiempos bajaba de la media hora. Ahora lo hago en 49 o 50 minutos".

"Mi organismo tiene memoria", condensa Julia. Y retiene su grandeza. "No he engordado. Ya conozco mi cuerpo. El corazón está bien. Sé sufrir". Pero también refresca dolores y cicatrices. "Cuando alguna gente se enteró de que estaba corriendo de nuevo, me dijeron que hay Campeonato del Mundo de veteranos. Te meten el gusanillo en el cuerpo. Pero entrené seis días seguidos y...". La vieja fractura por estrés del escafoides, que Genaro Borrás le detectó hace un cuarto de siglo, ha vuelto a crujir. Ha perdido aquellas plantillas que un prestigioso podólogo le había confeccionado. Ha tenido que resignarse. "Mi sueño era acabar un maratón pero no puede ser. Esa lesión quedó ahí y tengo que convivir con ella. Mi cuerpo está machacado y me lo está diciendo. Descarto competir. Tengo que ir suave. No quiero volver a correr con tensión. Antes vivía en la inopia. Ahora conozco mis límites. Se me ha abierto el apetitivo. No quiero que se me quite y no poder dormir otra vez".

"Julia está corriendo, ya está bien", oye que dicen a su paso algunos paisanos. Otros, en cambio, le espetan con extrañeza: "Tú, con 50 años, y aún corres". Pero ella ya no persigue cronos ni tiempos. No quiere contentar a nadie más que a sí misma. "Yo sufro, pero me gusta. Tengo un punto de masoquista, con un umbral de sufrimiento muy alto. Creo que todos los atletas lo tenemos. Me gusta correr al mediodía, con calor. Me encanta llegar a casa y seguir sudando, la satisfacción que dan esas gotas de sudor". Cada vez que el cansancio le tienta a detenerse añade otro paso y anuncia: "Ya no me voy a parar".