En el Macizo Central no sopla ni una ráfaga de viento. Todo parece en calma, como si el final del verano invitase a tumbarse en el prado buscando una sombra. Los montes no son muy altos; apenas superan los 1.500 metros, porque de lo contrario, en un día despejado, casi se podrían ver los Pirineos en el horizonte, una cordillera más agresiva y donde este año, a la vez extraño y especial, los astros del Tour no pueden desperdiciar las cimas programadas, a pesar de que no haya ninguna llegada en alto en los dos días de acción.

Sería absolutamente imperdonable que los Pirineos (mañana y el domingo) pasasen con pena y sin gloria por este Tour tan peculiar. Hay miedo, mucho miedo. Hay control, demasiado. Hay temor a ser excesivamente valiente y fracasar en el intento; tanto, que nadie se atreve a lanzar un ataque serio. Y porque no pueden, porque es imposible, porque entre Tony Martin, primero, y Wout van Aert, después, artillería pesada del Jumbo, llevaron al pelotón a 30 kilómetros por hora, el lunes, en buena parte de la ascensión al Orcières-Merlette. Y así era imposible que nadie se escapase.

Por eso se repiten las escenas en etapas de montaña como la de ayer, primera de las dos visitas del Tour al Macizo Central, la siguiente, la próxima semana. Si se forma una escapada con Alexéi Lutsenko (primero del día), Jesús Herrada (segundo) y el campeón olímpico Greg van Avermaet (tercero), pues que se fuguen puesto que por detrás el férreo control lo llevarán a cabo tres equipos; el Mitchelton para resguardar el liderato que el miércoles le cayó de regalo y llovido del cielo a Adam Yates, y el Jumbo y el Ineos porque creen adivinar que sus astros serán los llamados a iluminar de amarillo este Tour tan tardío.

Entre los favoritos la sexta etapa se podría resumir en los 300 metros finales con un Julian Alaphilippe, cabreado educadamente por haber perdido el jersey de líder por un error de juvenil. Una circunstancia de carrera habitual, coger un bidón de agua porque se tiene sed en los últimos 20 kilómetros. Es algo que está prohibido, pero ocurre tantas veces como tantas otras hacen los jueces la vista gorda, y aquí no ha pasado nada de nada.

Alaphilippe, enrabietado, ataca ante unas vallas vacías de público sabiendo, por eso, que será imposible contrarrestar los 16 segundos. Gana uno de propina, y gracias, pero la acción le sirve para ganarse la admiración de sus paisanos y para demostrar que no regaló el jersey, como alguno podría creer, para quitar trabajo a sus compañeros del Deceuninck y presión a sus piernas con lo más genuino del Tour por llegar, que llegará. Seguro. Que nadie tenga dudas.

Sin embargo, es normal que sean tan cautos, porque al margen del férreo control de los equipos más poderosos, todo el mundo ha llegado al Tour más surrealista de la historia, el de septiembre y el de las mascarillas, sin apenas tiempo de haber competido. Que se tenga presente que se sigue en tiempo de pandemia.