En un viejo reportaje sobre la Copa inglesa recuerdo leer la historia de una eliminatoria a comienzos de los años ochenta que enfrentaba al Liverpool en Anfield con un equipo de Segunda. El técnico Joe Fagan había decidido que algunos de sus jugadores más importantes disfrutasen de un pequeño descanso, una noticia que celebraron con cierto alborozo excepto uno: Alan Kennedy. El lateral zurdo hizo una mueca contrariado y le pidió a su entrenador disputar aquel partido. Ante sus compañeros de vestuario esgrimió una razón cargada de romanticismo. En el otro equipo jugaba un viejo compañero de colegio con quien había compartido sus primeros pasos en el fútbol y con el que no había vuelto a coincidir en un campo tras cerrar su etapa escolar. Algunos compañeros bromearon con su petición y sonaron carcajadas en la caseta del Liverpool hasta que Kennedy, serio, se volvió hacia el resto y les dijo: "No reiríais si le hubieseis visto jugar. Era mejor que todos vosotros". A nadie se le ocurrió decir nada más.

El otro día un exfutbolista del Espanyol, Jacinto Elá, le escribía una carta al barcelonista Riqui Puig después de que éste se quejase públicamente de la "cacería" que, desde su punto de vista, organizan los rivales cada fin de semana en busca de sus tobillos. Alentado por el aplastante aparato de propaganda (o de denuncia en este caso) del Barcelona y con el apoyo esencial de las redes sociales, Puig poco menos que reclamó que alguien le sacase de aquel infierno. No se quedó demasiado lejos de calificar a la Segunda B de desgüace de futbolistas. Elá hizo bien en recordarle al canterano del Barça, proyecto de futbolista genial, que la categoría que él considera "de paso" se convierte en ocasiones en un muro imposible de saltar, incluso para aquellos que se sienten llamados a tomar los cielos. Es perro el fútbol y hace mucho frío cuando se abandonan las grandes y cuidadas "ganaderías", donde a uno le limpian las botas a diario y arropan por la noche tras tomarse un cola-cao bien calentito.

A veces es muy fina la línea que diferencia entre ser Riqui Puig -lo que él imagina que va a ser- o convertirte en quien actualmente le persigue cada domingo por esos campos mal iluminados. Un simple detalle, una casualidad, puede enviarte por ese camino en el que te molestan las preguntas de los periodistas o por ese otro en el que agradeces que alguien se acuerde de vez en cuando de ti. Una lesión, un entrenador cenizo, una mala elección de club, un problema personal en un momento clave, unos meses de dudas... y enseguida acabas arrinconado en el baúl de los juguetes viejos mientras otro ocupa con rapidez tu lugar. Y de allí ya es casi imposible salir. Son contados los casos de aquellos que son repescados del viejo armario de los trastos.

El nuevo formato de Copa del Rey volverá a igualar en diciembre esos dos mundos. Muy diferentes en lo accesorio, muy similares en lo esencial. Resulta reconfortante observar la alegría de ese Coruxo que, mientras llega el sorteo, soñará durante días con un enfrentamiento en O Vao contra un equipo de Primera División o tal vez con la morbosa visita del Deportivo. Sería una alegría para la histórica entidad, para sus cuentas, pero supondría también un acto de justicia para futbolistas como Antón de Vicente o Mateo. Ellos, ya por encima de los treinta años, pertenecen a ese grupo de jugadores que llegaron a creer que existía ese mundo de luz y color en el que viven quienes tal vez sean sus rivales en diciembre, pero a quienes pronto empujaron hacias las carreteras secundarias del fútbol. Ellos, más que nadie, se merecen ese partido. De la misma manera que se lo merecía el compañero de colegio de Alan Kennedy que una tarde de enero y de forma sorprendente disfrutó con el Brighton del placer de eliminar al Liverpool de la Copa. Y su viejo amigo, aunque dolido, sintió una enorme felicidad por él.