Es el entrenador más joven de la compleja y despiadada Segunda División y el gran responsable de que Granada lleve más de un día en la calle loca de felicidad celebrando su regreso a ese paraíso que para cualquier club es la Primera División. Diego Martínez, un vigués que, haciendo honor a la tradición migratoria de su tierra, ha construido su carrera como entrenador en Andalucía, disfruta de su primer gran éxito al frente de un equipo en el fútbol profesional. Se le ha puesto en la cara una sonrisa que le acompañará hasta que el cargo vuelva a plantearle en unos días nuevos y complicados retos. Lo que no pudo conseguir hace un año con el Osasuna no ha tardado en lograrlo al frente del cuadro nazarí, donde ha sabido exprimir a una plantilla corta pero a la que ha dotado de una capacidad competitiva extraordinaria.

Su caso, como el de tantos paisanos, es el de un hombre que no tuvo miedo a irse lejos en busca de su sueño. Dejó Vigo muy pronto. Jugó en las categorías inferiores del Celta durante casi diez años. Desde que era un niño hasta completar su ciclo de juvenil, ejerciendo los domingos de recogepelotas en Balaídos, soñando con vestir esa camiseta algún día. Pero Diego siempre tuvo claros sus límites, la frontera que separa la realidad de la posibilidad, la esperanza de lo imposible. Se fue a probar suerte en el Cádiz mientras compatibilizaba el deporte con los estudios, pero no tardó en comprender que su destino en el fútbol no estaba dentro del campo sino al borde del mismo. Y se centró en formarse como entrenador, algo a lo que le ayudó la curiosidad que le llevaba cuando jugaba a planteárselo todo, a comtratar de prender lo que sucedía en el campo y por qué. Probó en un par de equipos modestos (el Arenas y el Motril) hasta que en 2009 Monchi le llamó para unirse a la estructura técnica del Sevilla. Aquello cambió por completo su vida, le introdujo en una dimensión diferente. Podía haberse quedado como un eterno entrenadores de clubes modestos, de esos especialistas a los que se recurre de forma recurrente por su dominio del escenario, pero que nunca saltan de peldaño. En el conjunto de Nervión estuvo al frente del Sevilla C, del juvenil de División de Honor (con el que ganó una Copa de Campeones) y formó parte del cuerpo técnico del primer equipo donde probó la gloria de la Europa League que ganó al lado de Unai Emery, el tercer técnico con el que trabajó en el Sánchez Pizjuán (antes lo hizo con Marceli no y Michel).

Llegaría luego una etapa en el Sevilla Atlético al que ascendió a Segunda División. Había llegado la hora de volar en solitario y de hacerlo lejos del club en el que había alcanzado el punto de formacón necesario para probar fortuna en el mundo profesional, en esa selva donde el nivel de exigencia se dispara y se multiplican los matices que uno tiene que gestionar cada vez que se coloca el chándal. En 2017 firmó con el Osasuna que vivía una etapa complicada, en plena reestructuración, con vistas a regresar cuanto antes a Primera División. Tras una temporada muy irregular, en la que llegaron a ser líderes, acabó por escapársele en el último suspiro el play-off de ascenso a Primera. Desencantado presentó su renuncia, pero el fútbol no tardaría en concederle otra oportunidad. El Granada, otro equipo sumido en un mar de urgencias, le confió su banquillo y él correspondió a esa confianza con un trabajo espectacular que ha llevado al cuadro nazarí a Primera División. Junto a ellos, en ese trayecto glorioso hacia Primera División, viaja el Osasuna en el que hace unos meses había dejado plantada la semilla del éxito. Seguramente es el final de temporada que él hubiese dejado escrito hace meses en la lista de deseos.

Hoy Diego Martínez disfruta de la gloria del fútbol. Uno de tantos vigueses que se marchan a buscar fortuna lejos de casa y acaban por encontrarla. Quizá algún día pueda hacer realidad su otro gran sueño que es el de entrenar al Celta. Para eso trabaja, para eso sigue estudiando y aprendiendo en el complejo mundo del fútbol.