El entusiasmo del Valencia fue demasiado para un Barcelona que se dejó en Anfield el poco espíritu que le quedaba esta temporada y cedió el título copero que había conquistado los últimos cinco años La derrota, tan justa como agónica, supone un nuevo terremoto para un equipo que de un tiempo a esta parte se limita a sentarse a esperar que Messi solucione todos los problemas que se encuentra en el camino. Ha abandonado casi todas sus buenas costumbres en medio de una preocupante involución que ha desnudado a muchos de sus futbolistas y ha puesto en evidencia a su dirección deportiva, que no ha encontrado suplentes de garantías en algunos de las posiciones y ha llenado el vestuario de medianías como Boateng o Murillo, refuerzos invernales que no han pisado el campo en meses. Todas esas lagunas se pusieron de manifiesto frente al planteamiento de Marcelino que consiguió que el Barcelona manejase la pelota, pero nunca el partido. Es curioso el caso protagoniozado por los dos entrenadores. Hace unos meses Marcelino parecía amortizado y se pedía su cabeza en Valencia mientras Valverde era paseado a hombros por Barcelona camino del seguro "triplete". Ayer el técnico ché puede que le haya dado el golpe de gracia a su colega, sometido ahora a la condena general en una plaza donde no existen los grises, donde un batacazo te conduce directamente al infierno y nadie repara en la hoja de servicios que hayas acumulado durante los meses o años anteriores. Así funciona el circo.

El partido se jugó a lo que quiso el Valencia, que supo protegerse cerca de su área y esperar pacientemente que el paso de los minutos le fuese concediendo ocasiones. Y el Barcelona, que invitaba al bostezo en cada una de sus posesiones, no tardó en ofrecer señales inquietantes. Rondó el área, pero sin más. Muchos futbolistas en paralelo, ninguna profundidad, Messi encerrado en la jaula que le construyó Marcelino y la mayoría de sus futbolistas eludiendo claramente la responsabilidad. Lo propio de un equipo invadido por la depresión, superado por la responsabilidad. Hubo naufragios considerables. El de Busquets, el de Artur o el habitual de Coutinho, incapaz de marcharse una sola vez de Wass. El Barcelona jugaba por jugar. Tenía la pelota sin saber con qué idea, sin un plan para hacer daño al rival.

El Valencia, en cambio, tenía dos ideas básicas y a ellas se aferró. Robar y correr (a ser posible después de que el balón pasase por Parejo). Así llegó la primera ocasión (un mano a mano fallado por Rodrigo) y el primer gol, una de esas jugadas que escandalizaría a cualquier técnico. Semedo acudió a un amago de Guedes mientras Sergi Roberto se dormía ajeno a la progresión de Gayá. Éste recibió el balón con tiempo y metros para pensar. Puso el balón atrás y Gameiro ajustició a Cillesen.

Con el Barça tambaleándose llegó el segundo guantazo. La fórmula fue parecida pero por el lado opuesto. Una forma de demostrar que el Barcelona al menos es un conjunto equilibrado a la hora de abrirse vías de agua. Carlos Soler sacó de rueda a Jordi Alba (otra de las tragedias de este final de temporada en el Barcelona), ganó la línea de fondo y centró al área pequeña, donde Rodrigo puso la cabeza para anotar. El 2-0 era una rebelión en toda regla y la tragedia en Barcelona alcanzaba proporciones gigantescas. El fantasma de Anfield se repetía.

Poco se supo del Barça en el resto de la primera mitad. Algún destello de Messi en un juego de posesión ficticia, sin colmillo. Jaume apareció justo antes del descanso para negarle al argentino y a Rakitic un tanto que acercara a los azulgranas en la final, pero tampoco parecía el día del genio argentino, el único que realmente parecía en condiciones de revolverse contra la situación.

Trató de arreglar las cosas Valverde al descanso. Sabía que la pelota seguiría siendo del Barça, eso no se discutía. Vidal y Malcolm entraron en escena por Semedo y Arthur, lo que permitió al Barcelona al menos que Coutinho viniese a recibir un poco más abajo y Messi se intentase liberar cerca del área.

El Valencia adoptó desde el primer momento de la reanudación el rol de equipo sometido y ese fue seguramente su perdición y lo que pudo conducirle a un problema más serio. En parte, forzado por el empuje del Barça; en parte, porque le interesaba intentar dañar a la contra. A los 56 minutos, Messi firmó una de esas acciones que deberían pasar a su selección de mejores vídeos. Aunque no terminara en gol. Jugó con Malcolm, levantó la pelota para sacarse a un rival, desbordó a otro con una caricia y casi sin espacio chutó con el exterior. Todo en un suspiro, encontrando soluciones en apenas una baldosa. Jugada de genio. El balón se estrelló contra el palo derecho de la portería de un Jaume que siguió con la vista la trayectoria mientras musitaba una oración.

Salvo los fogonazos de Messi, el Valencia no parecía especialmente incómodo. Pero a los 64 minutos, un golpe a la línea de flotación che condicionó el resto del choque. Se retiró lesionado Parejo y al Valencia se le apagó la fuente de alimentación. El dominio del Barça pasó a ser exagerado, más aún cuando Messi acertó con la red a los 72 minutos, en un rechace de un córner. Esta vez el argentino hacía el papel que le correspondía a Luis Suárez, convaleciente en casa después de situar al Barcelona por debajo de la selección uruguaya en su orden de prioridades. Tras verse fuera de la final de la Liga de Campeones optó por operarse para estar en condiciones de jugar su última Copa América sin importarle demasiado la final de ayer. En esa decisión se explican muchos de los problemas y no solo de los que suceden en el terreno de juego sino fuera de él. La cuestión es que donde debía estar Luis Suárez apareció Messi para darle un poco de vida a la final.

Lo que se presumía un asedio no lo fue tanto. El Valencia dio un curso de cómo defender cerca de su meta sin conceder demasiados disparos y disfrutando de ocasiones muy claras ante un Barcelona desesperado y volcado en el campo rival. Las mejores ocasiones fueron ches, pero Guedes, que malogró dos ocasiones mayúsculas, no quiso acabar con la tensión para desesperación de sus compañeros. Prefirió la emoción el portugués. Pitó Undiano el final y el valencianismo estalló. Guiado por la mano firme de Marcelino el Valencia vuelve a levantar un título. Al otro lado del campo de batalla se quedaba en el Barcelona, que ya no sabía si estaba en Sevilla o si seguía en Liverpool. Ahora mismo Valverde está al frente de un "equipo zombie" cuyo corazón solo late cuando el balón cae en los pies de Messi.