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"Tenemos que traer a ese niño al club"

Billy McNeill, eterno capitán del Celtic, el primer británico que levantó la Copa de Europa, murió hace días dejando un enorme vacío

Billy McNeill levanta la Copa de Europa tras la final de 1967 en Lisboa.

Billy McNeill nació a poco más de diez kilómetros del Celtic Park. Dijo más de una vez que en los días claros, desde una loma cercana a su casa, se podía ver el estadio y que en ocasiones, si el viento era favorable, escuchaba el rugido de aquel templo cuando gritaba un gol de los suyos. No era de extrañar que vestir la camiseta verde y blanca de los católicos de Glasgow acabase por convertirse en su gran sueño desde que comenzase a corretear tras un balón.

El pequeño Billy, nieto por vía materna de unos inmigrantes lituanos, creció rodeado de familias que se ganaban la vida en las numerosas minas que poblaban esa zona de Escocia. Allí tuvo una infancia tranquila, solo alterada por el cambio que supuso el cambio de destino que recibió su padre. El patriarca era oficial del "Black Watch", un regimiento de infantería del ejército escocés. Después de combatir en la Segunda Guerra Mundial fue enviado a Hereford como instructor de preparación física por lo que la familia tuvo que abandonar Escocia durante algo más de dos años. En un tiempo de cambios, Billy experimentó en el rugby donde demostró tener muy buenas condiciones, aunque el regreso a su casa de Bellshill volvió a poner todas las cosas en su sitio y el fútbol se convirtió en su principal pasatiempo.

El tiempo transformó a McNeill en un tallo de casi metro noventa con una extraordinaria coordinación, duro pese a su apariencia algo angelical. Su vida cambiaría para siempre gracias a un partido entre las selecciones juveniles de Escocia e Inglaterra en 1957 en Celtic Park. Pisar aquel escenario, algo que le produjo una enorme excitación, sería determinante en su carrera. Ese día se encontraban en la grada Jock Stein, que había decidido retirarse unos meses antes y que mantenía una buena relación con Rob Kelly, el presidente del Celtic. Se veían con frecuencia, se daban consejos y se sentaban muchas veces juntos a ver partidos. Aquella fue una de esas tardes. Escocia se impuso por 3-0 a Inglaterra y McNeill estuvo a un nivel estraordinario. Sentados en la grada y tras contemplar uno de sus cortes llenos de elegancia y seguridad, Stein se volvió a Kelly y le dijo. "Tenemos que traer a ese niño al club". Unos días después estaban los dos en su casa de Bellshill explicándole a su madre que le cuidarían, que le harían un hombre bien. En 1957, con apenas diecisiete años, Billy McNeill llegaba al equipo del que solo se iría el día de su retirada.

No fueron sencillos sus comienzos en el Celtic. Era joven, la competencia dura y además alternaba el fútbol con un trabajo que había conseguido en Stenhouse, una correduría de seguros, que su padre no quería que dejase por si salía mal su experiencia en el fútbol profesional. En su puesto jugaba Bobby Evans, titular en la selección escocesa y un tipo con enorme jerarquía dentro y fuera del campo. Aquel central le enseñaba muchas cosas en casa entrenamiento, pero también le cerraba la puerta a la titularidad. Aquel tapón desapareció cuando en 1960 el Celtic le traspasó al Chelsea. Ya tenía vía libre para hacerse con el puesto. De todos modos, era un tiempo revuelto para los católicos de Glasgow enredados en una de las mayores sequías de títulos de su historia. Por si fuera poco su estreno con la selección escocesa absoluta se produjo en un infame partido ante Inglaterra en Wembley que acabó con un sonrojante 9-3, una humillación que marcó de forma severa a todos los que participaron del espectáculo.

Las cosas no marchaban para McNeill hasta el punto de que empezó a rondar por su cabeza algo que parecía impensable, que hubiese indignado al niño que de pequeño soñaba con jugar vestido con la camiseta de rayas verdes y blancas: marcharse del Celtic. Recibía continuas llamadas desde los principales clubes de Inglaterra y alguna del continente. Le decían que aquel equipo era poco para él y que su sitio estaba peleando por ganar la Copa de Europa. De aquel desorden le sacó el regreso al club de Jock Stein. Habían pasado ocho años desde que ambos se conocieron en aquel partido de juveniles. Se había fogueado mientras como entrenador de diferentes clubes hasta que Kelly le convenció para que regresase a casa. Stein limpió el vestuario de veteranos, entregó el peso del equipo al sobrio carisma de McNeill e impulsó a jugadores de la casa que apenas tenían participación como Bertie Auld, John Clark y sobre todo el pequeño y extraordinario Jimmy Johnstone. Una nueva era alumbró el Celtic Park. Con una alineación formada en su totalidad por futbolistas que habían nacido como mucho a veinte millas del estadio, el equipo escocés se convirtió en todo un acontecimiento. Por la cabeza de Billy McNeill no volvió a pasar la idea de marcharse. Era feliz en aquel equipo y con aquellos jugadores. Formó una pareja brillante con John Clark en el centro de la defensa. Decían de ellos que estrenaron el "entendimiento telepático" en el mundo del fútbol. Curiosamente la selección escocesa solo les concedió un partido juntos y puede que ahí se perdiesen algunas de sus posibilidades de lograr metas más importantes. A Billy comenzaron a llamarle "César" en el vestuario. La razón hay que encontrarla en el cine. McNeill era el único que conducía un coche y en aquellos años se había puesto de moda la película "Ocean´s eleven" que interpretaba Sinatra y en la que César Romero era el encargado de conducir el coche en el que se fugan tras el atraco.

El Celtic comenzó a coleccionar títulos en casa. La sequía de ocho años sin ganar un trofeo dio paso a un aluvión de ellos. Hasta ocho ligas consecutivas llegaron a conquistar con Jock Stein al frente y los "Kelly boys" en el campo. Pero el techo de aquella generación llegaría en Lisboa en 1967 cuando el Celtic se impuso en la final de la Copa de Europa al Inter de Milán de Helenio Herrera. Un aluvión de fútbol pocas veces visto que desarboló a los italianos incapaces de frenar aquella vorágine verde y blanca. Todo comenzó en los propios vestuarios del viejo Estadio Nacional de la capital portuguesa. Con los jugadores del Inter formados a su lado, inmensos, bien peinados, guapos, McNeill miró a sus compañeros y dijo: "Bertie, canta". Y Bertie Auld comenzó a entonar el himno del Celtic. Le siguieron sus compañeros mientras los italianos les miraban sorprendidos. Así saltaron al terreno de juego. Dos horas después eran campeones de Europa.

En medio de una locura provocada por los miles de hinchas escoceses que invadieran Lisboa y asaltaron el terreno de juego tras el pitido final, McNeill se tuvo que hacer sitio entre la muchedumbre para alcanzar el palco mientras el resto de sus compañeros huían de la marabunta. En el balcón del estadio, erguido como un palo, Billy McNeill se convirtió en el primer británico que levantaba la "orejona". El Celtic había llegado el primero. Su imagen, rodeado de gente, con el trofeo en lo alto es una de las grandes escenas de la historia del fútbol europeo. Más de una vez diría que en aquel momento de inmensa felicidad se sintió algo solo y que ni un día ha dejado de lamentar que sus compañeros no hubiesen podido estar a su lado en ese instante con el que soñaban desde que se conocieron siendo jóvenes en el vestuario del equipo.

McNeill se marchó del Celtic en 1974. Llevaba 790 partidos con esa camiseta y ya no quería vestir ninguna otra. Se marchó a entrenar, volvió al Celtic a dirigirlo desde el banquillo en una etapa bastante productiva pero que se cerró de forma abrupta por las diferencias que tuvo con la directiva por la escasa inversión en fichajes. "La lealtad es una calle con una única dirección" dijo el día de su salida del Celtic Park. Ya no volvió a ejercer para el club de su vida más que como leyenda junto a la prodigiosa generación que le acompañó, los que estuvieron a su lado en Lisboa. Hace años McNeill desapareció de la vida pública. Sufría demencia y de su estado solo se sabía por su familia y alguna vez por lo que contaban sus compañeros. La semana pasada murió en su casa de Glasgow y una profunda tristeza invadió a la familia del Celtic. Bertie Auld se fue a la estatua que le inmortalizó enfrente del estadio y se puso a cantar la misma canción que McNeill le pidió en el túnel de vestuarios de Lisboa y John Clark, su pareja de baile, el del entendimiento telepático, lloró como un niño cuando el estadio rompió en aplausos el pasado sábado durante 67 segundos en homenaje a aquel 1967 en el que Billy McNeill levantó al cielo la Copa de Europa.

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