El Mundial saludó ayer el nacimiento de una nueva estrella global. Mbappé y sus insolentes diecinueve años despidieron del torneo a Lionel Messi en una actuación inolvidable, propia de un futbolista condenado a marcar una época. Marcó dos goles, provocó el penalti con el que Francia abrió el marcador y generó un incendio cada vez que galopó por la pradera de Kazán ante una Argentina que no dejó de envejecer durante todo el partido. Cada vez que el descomunal atacante del PSG les encaraba les caída un año encima. El entusiasmo de Mbappé contrastó con el estado depresivo, indolente incluso, con el que Messi afrontó y vivió el partido. Un alma en pena toda la tarde, lastrado también por el infame planteamiento de Sampaoli que le dejó solo en ataque, sin otra referencia en la que apoyarse y amenazar a la defensa francesa. Deschamps, que dispone de un arsenal interminable, le encerró entonces en una jaula que custodiaban Kanté, Matuidi, Umtiti y Varane. Allí vivió el partido el barcelonista, sin salidas ni inspiración, cada vez más deprimido y abandonado por un equipo indigno de su calidad. Llega la hora de la revolución en Argentina, una transformación que no dirigirá Sampaoli y en la que tal vez tampoco esté Messi.

En la orilla francesa todo fue felicidad aunque pasaron momentos de verdadera zozobra por culpa de los miedos que suelen apoderarse de Deschamps, otro de esos técnicos con más fama y prestigio que méritos, después de adelantarse en el marcador. Había arrancado Mbappé como un verdadero avión. En el minuto trece arrancó los motores en el medio del campo y fue destrozando argentinos con una carrera propia de un especialista en los cien metros. Elegante su conducción, asombrosa la zancada y ejemplar la determinación con la que se tiró a por la defensa rival. Rojo, incapaz de parar al tren, se avalanzó sobre él para cometer un penalti escandaloso que Griezmann aprovechó para adelantar a los franceses. En plena oleada, Mbappé pudo hacer el segundo en otro balón largo, la evidencia de que es un futbolista de una dimensión diferente y de que Argentina estaba dirigida por un desnortado. Porque la albiceleste adelantó la defensa y facilitó precisamente el tipo de juego que más favorecía a gente como Griezmann y Mbappé. Complicado encontrar una forma más idónea para irse del torneo.

Pero Argentina encontró la forma de sacar la cabeza del agua. Le ayudó su coraje y la decisión de Deschamps de meter al equipo atrás de manera descarada. Incomprensible porque no lo pedía el partido ni empujaba lo suficiente Argentina. En una de estas acciones, tan aculado estaba el equipo francés que Di María recibió un balón en la frontal del área con tiempo suficiente para preparar a gusto su disparo. Lo colocó cerca de la escuadra izquierda para abrir de nuevo el sueño de los argentinos que enloquecieron al poco de comenzar el segundo tiempo cuando un disparo de Messi fue desviado sin querer por Mercado para hacer el segundo.

Ahí pudo el partido cambiar de destino. El espíritu especulador de Francia encontraba un justo castigo, pero entonces el destino vino a ver a Deschamps. Pavard, el lateral derecho, enganchó un remate extraordinario desde fuera del área que fue a parar a la escuadra derecha de la portería de Armani. Respiraban los franceses que habían pasado diez minutos asustados. Poco después reapareció en escena Mbappé. Encontró un balón en el área y, sin espacios, inventó un regate eléctrico y un disparo a quemarropa que vale para comprobar su variedad de recursos. En plena locura, el delantero del PSG culminó una transición de manual para marcar el cuarto gol francés y dejar listos a los argentinos, huérfanos de fútbol, huérfanos de Messi. Agüero anotó en el descuento un gol que le concedió al descuento un interés inesperado. Pero el partido y el futuro hacía tiempo que le pertenecía a Mbappé.