Los jugadores de fútbol jamás llegan a encariñarse del todo con un entrenador porque saben que más pronto que tarde le tendrán que despedir. Se han hecho a la costumbre de verlos pasar, con sus manías, sus discursos y sus pizarritas llenas de flechas. Desde niños se mentalizan de que esa es la ley del fútbol. Por eso nadie debería esperar la descomposición anunciada en la selección y pregonada por quienes pretenden lavar con urgencia la cara al Real Madrid y a Lopetegui con el pretexto de que viene el apocalipsis y el batacazo ante Irán.

El fútbol está lleno de crisis dramáticas resueltas en dos tardes y de balsas de aceite que se hunden tras la primera ola. Vaya usted a saber cómo termina este viaje a Rusia. Recuerden la Dinamarca a la que sacaron de la playa para que ganase la Eurocopa de 1992 o la Italia de 1982, la que llegó a Balaídos hecha unos zorros. Paolo Rossi venía de cumplir tres años de sanción por el escándalo del "Totonero" (el arreglo de partidos) y se discutió hasta la exageración su convocatoria, la mitad del equipo no le hablaba a la otra mitad, escapaban de la prensa (aquí nació el silenzo stampa) y en la fase de preparación daban verdadera pena. Pero Bearzot les encerró tras los muros del Parador de Pontevedra y acabó por arreglarlo. Funcionaron un par de consignas y la voluntad de unos futbolistas hartos de lidiar con episodios similares. Por eso es hora de confiar en el sentido común de Hierro y de un vestuario en el que la palabra de Lopetegui, por mucho compromiso que quisiese vender, ya no valía lo mismo a ojos de sus jugadores. El primer revés lo hubiese puesto de manifiesto.

En este proceso a Rubiales le han pedido que mirase para otro lado. Que mientras su pareja se encamaba con el vecino él se fuese a la cocina a hacerse una tortilla francesa con el volumen de la televisión bien alto para no escuchar los gemidos. Y que luego sonriese en el rellano por el bien de la convivencia comunitaria. Eligió otro camino y que la Federación (al menos por ahora) abandone el papel de tonto útil al que tradicionalmente le han sometido Real Madrid y Barcelona, apisonadoras que viven ajenas al daño que hacen a su ecosistema por culpa de la arrogancia con la que se manejan. Con un mínimo de sentido común este problema se habría podido manejar de otro modo, pero vivimos en los tiempos de la puñalada rastrera. Rubiales ha querido marcar distancias con el pasado y enviar el mensaje de que hay un nuevo sheriff en la desmadrada ciudad del fútbol español. Es evidente que ha utilizado la traición de Lopetegui para comenzar a construir el relato de su presidencia, para golpearse el pecho, pero el desafío del técnico no le permitía un ejercicio de dontencredismo. Le acusan de actuar en caliente, de apagar el incendio con gasolina, pero qué otra cosa podía hacer ante semejante pérdida de confianza en alguien a quien renovó por dos temporadas antes de pisar el despacho y con el que el Real Madrid negoció a sus espaldas según el propio Florentino admitió ayer. Si traga con esto entierra su presidencia. ¿Qué dirían los teleñecos que censuran a Rubiales si a tres días de la final de la Liga de Campeones Zidane hubiese cerrado un acuerdo para entrenar al PSG? Y que se anunciase. ¿Aplaudirían como hicieron ayer tras cada frase de Lopetegui en la presentación?

En la cómica búsqueda de reproches al presidente de la Federación se habla del posible daño que se hace a la planificación del torneo, en el peligro que supone tirar en marcha a quienes llevan meses estudiando el juego de Irán a balón parado. Rubiales eligió una solución drástica para proteger la dignidad de la selección española y de la Federación aunque sea a costa de correr un serio peligro en este torneo y que le lluevan los palos en los próximos meses. Pero conviene no pensar en el fútbol como si fuese una ciencia exacta y como si Italia hubiese ganado el Mundial de 1982 en la pizarra y no alrededor de una mesa con unos expressos bien cargados. Toca acelerar el aprendizaje, improvisar, mirarse a los ojos y, en caso de tener alguna duda sobre los iraníes, que busquen a Iago Aspas que seguro que ya se sabe la lección.