El celtismo asiste o debería asistir al Mundial con sentimientos contradictorios: agradecido con Lopetegui por convocar a Iago Aspas pese a la presión mediática favorable a otros candidatos como Morata, pero rumiando su probable enfado con el entrenador vasco si se confirma su apuesta por Diego Costa como titular; con orgullo por distrutar de su ídolo en el mayor escenario futbolístico, pero temeroso de que una actuación estelar pueda animar a sus pretendientes, frenados de momento por la combinación de la cláusula de 40 millones y los 31 años que cumplirá en agosto. El moañés, en ese partida de póquer que es el mercado, juega sus cartas. Sabe que su cotización puede dispararse, al punto de mitigar su edad. Pide carta y la deja tapada. "Hablaré con el club después del Mundial", ha insistido en cada rueda de prensa.

Iago Aspas es más que un futbolista para el celtismo. Forma parte de su memoria sentimental, de su intimidad. Como canterano lo han visto florecer, equivocarse y madurar al mismo tiempo que ellos mismos. Aspas ha funcionado como calendario preciso del club. Quizás Mostovoi pueda discutirle su condición de mejor céltico de la era moderna, pero Iago es sin duda el más importante. Ha construido una leyenda redonda en su plenitud: salvó al club de bajar a Segunda B y quizás desaparecer, se recompuso de la noche amarga de Granada liderando el ascenso a Primera y regresó como hijo pródigo para vivir esa maravillosa aventura europea que concluyó en Old Trafford. Su escaso protagonismo aquella noche es tal vez una de las escasas grietas en su perfecto monumento. Aspas ha conseguido romper incluso la maldición que lo perseguía en los derbis hasta controlar los últimos a su antojo.

Jonathan Aspas ha hablado en alguna ocasión de esa capacidad que tiene su hermano para brillar en el momento adecuado. "Tiene estrella", afirma. También en La Roja lo ha demostrado. A Wembley salió como aquel chiquillo ante el Alavés. Posiblemente ese gol, que inició la milagrosa reacción española ante Inglaterra, haya convertido una convocatoria puntual, concebida para premiar su estado de forma, en una presencia estable con la Roja.

Haz click para ampliar el gráfico

Iago no ha querido ser uno de esos jugadores de presencia puntual en la selección, de cuya internacionalidad la gente no se acuerda bien con el paso del tiempo. La capacidad para aprovechar el foco es una de sus características. La redención es otra. El cabezazo a Marchena en Riazor desanimó a Del Bosque de llamarlo. Pareció una ocasión única, que jamás se repetiría, más cuando la suplencia se le hizo tan habitual en Liverpool y Sevilla. El interés de Lopetegui ha cogido a Iago más maduro a nivel futbolístico y personal. El tiempo y las experiencias le han permitido canalizar mejor la rebeldía permanente de su carácter.

Su dificultad en el Celta, donde ejerce como hombre orquesta, era reclamar esa llamada del seleeccionador desde la periferia geográfica y mediática. Para conseguirlo ha tenido que encadenar registros goleadores prodigiosos y seguir enriqueciendo su juego. Lejos queda aquel jugador bullicioso pero indefinido, al que costaba encontrarle ubicación; y también aquel a quien Paco Herrera quiso alinear como delantero porque "como mediapunta se desordena". Iago ha conseguido desentrañar los misterios del juego. Rara vez se equivoca en sus decisiones y trayectorias, sea desde la banda o por el medio. Y a eso le suma un físico en apariencia frágil pero en realidad privilegiado. Liviano, cada vez más veloz, es fácil imaginárselo compitiendo a alto nivel hasta una elevada edad si no sufre lesiones traumáticas.

Ese es el orgullo y el miedo. Sus años son un freno cosmético que el Mundial podría reventar. Él mantiene todas sus opciones abiertas porque no es un ser angelical desprovisto de apetitos y ambiciones ni debiera. Chuti Molina dijo un día, antes de que la leyenda comenzase: "Si Aspas fuese argentino, valdría diez millones". Se rieron de su exageración y a la postre se ha quedado corto. Lo repiten en la cúpula de Príncipe: "Cuarenta, uno encima de otro".