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Un oro inesperado y una cena pendiente en el Trastévere

El italiano Livio Berruti acaparó el interés de los Juegos de Roma por su victoria en los 200 metros y su amor imposible con la velocista americana Wilma Rudolph

Momento en el que Berruti gana la final de 200 metros.

"En la semana más importante de mi vida, todo parecía sonreírme". Lo dijo hace años Livio Berruti, responsable de una gesta impensable durante los Juegos Olímpicos de 1960. En Roma, ante su gente, con su familia en la grada y con el país entero conteniendo la respiración, este turinés de 21 años conquistó la medalla de oro en los 200 metros tras vencer al ejército de velocistas norteamericanos y británicos destinados a copar el podio. Aquella tarde del 3 de septiembre Berruti se transformó en una fuerza de la naturaleza que ocupó las páginas de deportes de la prensa italiana e incluso alcanzó las de sociedad por sus devaneos con la americana Wilma Rudolph, la gran estrella de la velocidad mundial de aquel tiempo.

Poco podía imaginar Berruti lo que le esperaba cuando siendo niño su principal sueño era ser una estrella del tenis, deporte que practicaba a todas horas. Pero un día, en el colegio, se le ocurrió desafiar a los componentes del equipo de atletismo y les ganó. Aquella anécdota no pasó inadvertida por los entrenadores que resetearon la cabeza y le hicieron ver que su futuro estaba en el mundo de la velocidad. Y así fue. Berruti no tardó en convertirse en el mejor especialista del país en los 100 y 200 metros. En la Universiada de Turín, con 20 años, consiguió tres medallas de oro que le hacían concebir esperanzas de hacer un buen papel en los Juegos de Roma que se disputaban un año después. Pero nadie imaginaba lo que sucedería en la capital italiana.

Antes de llegar a la cita olímpica, la Federación Italiana apartó de su mente la posibilidad de doblar en los 100 y 200 metros y le centró en la prueba del doble hectómetro, donde creían que tendría mayores posibilidades. Aquella decisión generó una profunda indignación en su casa. Su padre escribió una carta incendiaria dedicada a los responsables del atletismo italiano donde les acusaba de querer acabar con la salud de su hijo. El hombre interpretaba que la elección de una distancia más larga implicaría un aumento en la carga de trabajo y protestó enérgicamente aunque todo quedase al final en una anécdota familiar y en una polémica que se solucionó con un simple café.

Llegado a Roma, Berruti avanzó con firmeza en las dos primeras eliminatorias. Ganó de forma autoritaria, sin acusar en exceso los nervios y dando la impresión de conocer bien sus límites y la forma de comportarse en la competición. Los técnicos manejaron con habilidad aquella mezcla de ilusión y tensión. No era Berruti de los que acusaban en exceso la presión. En aquellos días incluso se convirtió en uno de los protagonistas de la crónica rosa de los Juegos por su relación con la velocista americana Wilma Rudolph que no llegó a mayores por el celo con el que la delegación estadounidense protegía a su gran estrella.

A Berruti le ocultaron la identidad de sus rivales en las semifinales. Prefieron que el susto se lo llevase en la pista, cuando llegasen a la cámara de llamadas. Por un guiño del destino le correspondió competir en la misma prueba con los norteamericanos Ray Norton y Stone Johnson y el británico Peter Radford, tres de los grandes aspirantes al oro. Posiblemente aquella no era la mejor generación de velocistas de la historia, pero el nivel era realmente alto. Berruti, consciente de que aquella competencia le obligaba a correr como nunca lo había hecho, salió endemoniado. Corrió la curva como nunca y en la recta, llevado por los gritos de los tiffossi resistió para ganar de forma sorprendente con un crono de 20.5 que suponía un nuevo récord del mundo.

Ahora sí que resultaba complicado controlar la ansiedad, los nervios y la tensión del momento. Pero él lo hizo. Se relajó durante las tres horas que había hasta la final (se disputaba el mismo día que las semis) con un libro de química y saltó a calentar cuando sus rivales llevaban ya más de media hora en la pista auxiliar preparando el último duelo. Le esperaban en esa carrera los otros dos clasificados de su serie -Norton y Johnson- y procedentes de la otra el americano Les Carney, el polaco Marian Foik y el francés Abdoulaye Seye. Berruti transmitía la misma relajación de las semifinales. "Correr fluido" era el consejo que escuchaba a todas horas. Eso implicaba descargarse de toda la tensión posible. Se puso unas gafas de sol para disputar la final (tal y como había hecho en las anteriores eliminatorias), se mostró cordial con sus rivales y cuando escuchó el disparo salió como un cohete. Otra vez la curva. Allí estaba la clave de lo que sucediese. Solo Carney pareció trazarla como él. Lanzado por la calle tres el italiano calcó la semifinal de tres horas antes. El mismo número de zancadas, la misma ligereza. Entró en la recta por delante de sus rivales, llegó así a los últimos cincuenta metros y luego resistió. El estadio no se lo creía. Berruti se desplomó sobre la tierra batida de la pista, igual que Carney. El francés Seye fue el primero en acudir a felicitarle. Se instaló en una nube de la que no bajaría hasta mucho después. Una multitud le esperaba a las puertas del estadio para felicitarle, tocarle y llevarle a hombros por la ciudad.

Aquel triunfo le supuso 1.200.000 liras de premio por parte del Comité Olímpico Italiano (800.000 por la carrera y 400.000 por el récord del mundo) y puso haber sido un premio mayor si hubiese aceptado la propuesta de Adidas de correr la final con uno de sus modelos. La promesa era de 300.000 liras en caso de victoria. Pero Berruti, en el momento más importante de su carrera, volvió a echar mano del viejo y pesado modelo de Valle Sport.

De aquel momento glorioso de su carrera solo le faltó la esperada cita romántica con Wilma Rudolph. Después de ser presentados surgió entre ellos una relación especial. Se vieron varias veces en la villa olímpica caminando muy acaramelados. El descaro de Berruti convirtió en una nimiedad la barrera del idioma y por momentos la situación comenzó a preocupar a los responsables de la delegación americana que hicieron lo posible por alejar a la "gacela negra" del italiano. Apenas la dejaban sola y llegado el momento le hicieron ver que Rudolph tenía una relación con un boxeador americano que competía en los pesos pesados llamados Cassius Clay (antes de convertirse en Muhammad Ali) y que era famoso por sus malas pulgas. No era cierto, pero la cuestión era intimidar a Berruti, que no desfalleció. Ya campeón olímpico de los 200 metros consiguió que Rudolph aceptase salir a cenar con él por el Trastévere cuando terminase la competición. Pero nunca llegó a la cita. Tras conquistar su tercer oro, la delegación americana la subió a un avión y nunca llegó a la velada con Berruti.

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