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El hombre que llegó tarde al Everest

El australiano John Landy perdió por unos días con Roger Bannister la pelea por ser el primer atleta en bajar de los cuatro minutos en la milla

Bannister, feliz tras lograr su objetivo en la carrera del 21 de junio.

Los cuatro minutos en la milla. Era como el Everest del atletismo, una de esas barreras que el hombre se obsesiona por romper y cuya búsqueda atrae la atención del mundo. Como si la especie necesitase metas que alcanzar para confirmar su evolución, el atletismo proporcionó a mediados del siglo XX una pelea extraordinaria por alcanzar un registro eterno. Hoy el mundo concentra sus audiencias millonarias en torno a la velocidad, pero hubo un tiempo en el que el foco perteneció a los mediofondistas. Ellos eran dueños de los titulares de prensa, de la atención mediática y sus progresos disparaban su popularidad. No había prueba como la milla. El tiempo acabaría por desplazarla, pero durante décadas tuvo un poder casi magnético. Le ayudó el hecho de ser una unidad de medida (con lo que todo el mundo tenía clarísima su extensión) y la circunstancia de correrse dando cuatro vueltas justas a la pista. Con los cuatro minutos todo cuadraba a la perfeccion. Se trataba de dar cuatro vueltas consecutivas a la pista de sesenta segundos cada una de ellas. Ese era el objetivo contra el que se estrellaron los mejores atletas de finales de los cuarenta y comienzos de los cincuenta.

John Landy, un australiano que había jugado al fútbol hasta los diecinueve años antes de dedicarse en cuerpo y alma al atletismo a partir de 1949, parecía destinado a ser el Edmund Hillary de la milla. Nadie se había acercado más veces al crono de los cuatro minutos pelados como él. Con los suecos Gunder Hägg y Arne Andersen retirados pocos años antes tras protagonizar durante mucho tiempo una hermosa e intensa rivalidad, el inglés Roger Bannister, el americano Wes Santee y tal vez el belga Gaston Rieff parecían las grandes amenazas. Todos ellos habían acreditado entre 1952 y 1954 marcas que solo superaban en dos segundos los cuatro minutos. Era evidente que esa frontera estaba cerca de ser superada, solo se trataba de ver quién era el primero en alcanzarla, el que encontrase ese día de inspiración, las condiciones y la carrera perfectas. Ese sería el hombre que ganase la eternidad. Por eso se sucedieron las pruebas y se desató el interés de los aficionados, bien alimentados desde los medios de comunicación, convencidos de estar ante un acontecimiento único.

Landy fijó su intento principal para el mes de junio de 1954 en Turku (Finlandia). Ese era el plan que había trazado con su entrenador, el excéntrico Percy Cerruty, un tipo que le repetía constantemente que "sin dolor no hay recompensa". Lo que ahora es un eslogan de una multinacional deportiva era una frase que hace casi setenta años ya repetía el técnico en la cabeza de sus discípulos a quienes "torturaba" en un centro de entrenamiento que él mismo había levantado en una finca propiedad de su mujer. Allí entre otras cosas no se consumía pan hecho con harina blanca, estaba prohibida el agua durante las comidas y el descanso era obligatorio tras la caída del sol, sin tiempo para ninguna clase de esparcimiento. El australiano siempre había buscado inspiración en el checo Zatopek. Lo había disfrutado en vivo en los inolvidables Juegos de 1952 (en los que ganó el oro en 5.000 metros, 10.000 metros y la maratón) y había conseguido desplazarse a su país para entrenar a su lado y familiarizarse con sus técnicas y métodos de entrenamiento. Aquella experiencia al lado de la "locomotora humana" le había cambiado las piernas y la mente. Fue otro atleta a partir de ese momento. Estructuró bien su trabajo, su descanso y la planificación de las temporadas. De ahí salió que su gran intento para bajar de cuatro minutos sería el 21 de junio en Finlandia. El plan implicaba viajar a Escandinavia a finales del mes de abril y realizar allí el tramo final de preparación con un doble objetivo: batir el récord del mundo del sueco Hägg (4:01.4, que ya tenía nueve años) y prepararse para los Juegos del Imperio que se celebraban en agosto en Vancouver y que tenían entonces un enorme prestigio.

La noticia de que Landy llegaba a Finlandia aceleró los planes de Bannister. El británico, el aplicado deportista que a partir del verano aparcaría el atletismo para dedicarse únicamente a la medicina, estaba seguro de que el australiano lo lograría en Turku con lo que su única opción era darse prisa y ajustar al máximo su intento. El 6 de mayo, apenas unas semanas después de instalarse en Escandinavia, Landy recibió un telegrama cuando estaba a punto de cenar. El mensaje era concluyente: "Bannister lo ha conseguido. Ha corrido en Oxford en 3:59.4". El australiano asumió la noticia con cierta tranquilidad. Era evidente que la historia ya guardaría el nombre de Bannister en letras de oro, pero él quería hacer la carrera de su vida y con esa intención estaba en Finlandia. Al día siguiente conoció los detalles de lo sucedido en la pista de Iffley Road de Oxford donde el trabajo como liebres de los ingleses Chataway y Basher había sido esencial para que Bannister alcanzase lo que la prensa consideraba una proeza. Algunas voces se mostraron contrarios a la utilización de liebres (aún no era habitual en el atletismo) y sobre todo si éstas no acababan la carrera como había sido el caso de Basher. Nada perturbó a Landy que repetía continuamente que "he venido a hacer mi trabajo".

Lo sucedido el 21 de junio en Turku no tuvo la repercusión mundial de la carrera de Bannister, pero fue igualmente uno de los grandes acontecimientos atléticos de su tiempo. Landy hizo la carrera de su vida, la que había preparado durante meses, la que soñaba viendo a Zatopek y entrenando en un régimen casi espartano junto a Cerruty. Sin liebres, sin ayuda de ninguna clase salvo la amenaza de Chataway (uno de los protagonistas de Oxford) que trató de presionarle hasta la última vuelta. El australiano salió como un disparo y durante las cuatro vueltas, siempre en cabeza del grupo, cumplió con los tiempos que se había marcado para cada uno de los pasos por meta. El tiempo final fue deslumbrante (3:57.9 que luego fueron redondeados en 3:58). Un segundo y medio menos que Bannister que en apenas mes y medio ya había perdido la hegemonía mundial de la milla. Por el camino, Landy había batido también el récord mundial de los 1.500 metros (que tenía el americano Wes Santee) y había fortalecido su imagen a nivel mundial.

Pocas semanas después Landy y Bannister se vieron las caras en la final de los Juegos del Imperio en Vancouver. Era la primera vez que lo hacían desde lo sucedido en Oxford y Turku. Protagonizaron un duelo delicioso en el que el australiano cargó con el peso de la prueba durante más de tres vueltas hasta que Bannister, cosido a sus talones, le superó en la última recta para ganar un duelo agónico y que fue inmortalizado en una estatua que se colocó en la puerta del estadio de la ciudad canadiense. Después de aquello el británico se dedicó a la medicina y Landy siguió adelante con su carrera en busca de una medalla en los Juegos de Melbourne de 1956, ante su gente. Allí tuvo que conformarse con el bronce y seguramente pagó el esfuerzo de los meses anteriores en los que disputó numerosas pruebas en Estados Unidos promocionando los Juegos que se celebraban en su país. Fue el punto final a la carrera del hombre que subió el Everest más rápido que nadie, pero que cuando llegó a la cima se encontró con Hillary allí.

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