No fue un partido de fútbol. Fue un cuento. Una de esas historias que dentro de muchos años, cuando la memoria se agriete y desordene nuestros recuerdos, permanecerá intocable, como una foto fija a la que acudiremos cuando el cuerpo nos pida una sonrisa o un suspiro de emoción. Se la contaremos a los nietos y trataremos con palabras de que comprendan lo que significa y representa el Celta de Berizzo. No podremos transmitirles semejante grandeza. Pese a los esfuerzos, será imposible transportarles a ese tornado de sentimientos que este equipo fue capaz de generar en una noche que ya es eterna y que añade otra página maravillosa a la historia que este equipo lleva escribiendo en los últimos años y que añoraremos en un futuro más o menos lejano.

El Celta heroico y fascinante de ayer, generoso y brillante, fue Gino Bartali aquel 15 de julio de 1948, camino de Briançon, el día siguiente a que De Gasperi, el presidente de la República Italiana, le telefonease al hotel en el que descansaba a la espera del comienzo de una etapa. Habían disparado a Togliatti, el líder del Partido Comunista, y el país parecía abocado a una guerra civil. "Llamo para pedirle que gane el Tour de Francia" le dijo el político convencido de que solo un gran triundo ciclista -los héroes del pueblo de la Italia de mediados del siglo XX- podía poner orden en las calles alborotadas y llena de pistoleros ávidos de venganza. El beato Bartali, a más de seis minutos en la general de Bobet, consciente de que le pedían un imposible, solo acertó a decirle con su habitual humildad: "Lo único que puedo prometerle es que me dejaré la vida para ganar la etapa". Al día siguiente, bajo la tormenta que recibió a los corredores en su encuentro con los Alpes, el ciclista de la Toscana soltó un ataque brutal en el que no volvió la vista atrás ni un momento. Parecía un suicidio. Más de doscientos kilómetros pedaleando con las piernas, pero sobre todo con el inmenso corazón que guardaba en su pecho. Sin importarle el riesgo o la posibilidad del desfallecimiento, dispuesto al mayor de los sacrificios para cumplir con el deseo de su gente, empujado por fuerzas invisibles que le pedían que no parase, que no descansase, que encontraría su recompensa tarde o temprano. La gente salía a la carretera y se arrodillaba a su paso. Y aquella tarde ganó el Tour. Bobet llegó a casi veinte minutos. Hundido, superado, destrozado por el coraje de un ciclista y un personaje irrepetible.

Ese fue el Celta ayer. Un equipo que jugó con la verdad por delante. Sin colchón que le protegiera, en el alambre, consciente del riesgo que corría en cualquier acción, pero convencido de cuál era su camino. Pocas veces el fútbol asistirá a un ejercicio semejante de generosidad, de entrega y de juego. Imposible no conmoverse con su partido, con el arrojo de Berizzo, con la determinación del grupo o con la actuación individual de futbolistas como Hugo Mallo, Guidetti, Sergio o Iago Aspas que se dejaron las entrañas en busca de un pedacito de gloria. En un escenario complicado, con el lastre del marcador de Balaídos y ante un rival gigantesco, la criatura de Berizzo demostró su capacidad para afrontar desafíos cada vez más grandes, enemigos más poderosos y misiones más peligrosas. El premio final, cuando los aficionados creían que Bobet llegaría a Briançon a tiempo de salvar el maillot amarillo, fue un pequeño guiño que le hizo el destino a un equipo que lucha cada día contra esa sombra oscura que siempre parece esperar al Celta a la vuelta de la esquina. Berizzo les enseñó a espantar complejos y fantasmas, a buscar una nueva oportunidad sin tiempo de lamentarse de la última derrota aunque ésta doliese tanto como la de Mendizorroza. Así crece el Celta. Ganando partidos y escribiendo cuentos que, como el de Ucrania, un día recordaremos con los ojos humedecidos.