El sueño que persigue el celtismo desde que hace dieciséis años el estadio de La Cartuja se llenó de dolor y lágrimas se decidirá en Mendizorroza, donde el Celta y el Alavés se citaron para resolver un duelo que en su primera entrega dejó todo en el aire y con los dos equipos poniéndole cara de conformidad al marcador. Los vigueses, contentos por no encajar; los vitorianos, felices por no perder. Sucedió tras un partido condicionado por el aguacero que convirtió el choque en un ejercicio extremo de supervivencia, con los dos conjuntos exprimidos al límite en una batalla constante por cada balón. Justo de fútbol el encuentro, sobrado de esfuerzo y de pasión. Un partido marcado por el control ejercido por los de Pellegrino en el primer tiempo y por el arreón de los últimos veinte minutos en los que, empujados por el instinto rematador de Iago Aspas, los palos evitaron que el conjunto de Berizzo se llevasen lo que hubiese sido un tesoro para el encuentro de vuelta.

Al Celta le costó más de una hora arrimar el partido a sus intereses. Durante mucho tiempo jugó con la baraja de cartas que trajo el Alavés en su maleta. Pesaron en gran medida el miedo, la prudencia y también la responsabilidad de verse a un solo paso de la soñada final de Copa. Por una vez el Celta pareció jugar con el freno echado, preocupado por tener un colchón mullido sobre el que caerse en caso de cometer un error.

El grupo de Pellegrino confirmó todo lo bueno que apuntó hace un par de semanas en el encuentro de Liga. Repleto de jugadores de calidad, pero sobre todo de disciplina y orden. Se refugiaron de forma coherente en su campo y tejieron una red en la que el Celta se enredó por completo. Eduardo Berizzo había cumplido con lo esperado. Fortaleció el medio del campo con Radoja, Díaz y "Tucu" Hernández en el corazón del terreno de juego y Wass inclinado a la banda derecha con la idea de contener el ímpetu juvenil de Theo Hernández. Quería trabajo y ritmo el argentino. Pero no encontró ninguna cosa. El equipo transmitió impotencia e inseguridad durante muchos momentos, incapaz de conectar con Aspas y con Bongonda, sobre quienes caían como fieras los defensas del Alavés hasta convertirles en dos islas inalcanzables para sus compañeros. Pellegrino consiguió de salida robarle el ritmo al Celta, alejarle del escenario en el que se siente más feliz y seguro. Eso llevó a los vigueses a renunciar a casi todo lo que son. Nublado por el planteamiento de los rivales arreciaron entonces los pelotazos y las imprecisiones que los vitorianos fueron aprovechando para asomarse por el área de Sergio. Llorente sostuvo al equipo mientras Theo Hernández y Camarasa lo estiraban con su capacidad de desborde. Llegaron así un par de centros peligrosos y sobre todo aquel remate de cabeza en el minuto 39 al que tuvo que responder Sergio con un manotazo espectacular mientras Balaídos contenía la respiración. Era la primera intervención de los porteros en toda la noche, lo que daba una idea de la clase de partido que se estaba jugando. Marcado más por la pizarra que por el instinto.

Sufrió mucho el Celta para cambiarle el decorado a la noche. Caía un diluvio en Balaídos cuando lo hizo para añadirle un componente épico a la última media hora del partido. Ya no se trataba solo de buscar el triunfo sino de mantenerse en pie sobre un campo cada vez más complicado. El Alavés, que se había pasado más de una hora corriendo como locos para tapar cualquier camino hacia su portería, empezó a acusar el cansancio y el Celta comenzó entonces a encontrarle sentido a su juego. Siempre con las alarmas encendidas porque el Alavés no dejó de amenazar hasta el pitido final, pero el encuentro fue cambiando de cara poco a poco. Subieron el nivel los tres medios del Celta, apareció en escena un alborotador como Pione Sisto que ocupó el sitio de Bongonda y luego Iago Aspas dio un verdadero recital. El delantero moañés, al que apenas habían concedido un metro en el primer tiempo, comenzó a sacar remates de la nada. Cualquier balón que sobrevolaba su cabeza o que caía cerca de él lo convertía en una ocasión de gol. Resultó extraordinario su repertorio, la enésima prueba del momento delicioso por el que atraviesa este hombre. Hubo acciones de oportunismo como aquel balón que se encontró en el segundo palo y que Pacheco sacó con una parada inverosímil; de coraje, como el cabezazo que salió ligeramente desviado; de talento como el disparo con la pierna derecha que dejó temblando el larguero de la portería del Alavés; o de instinto, como aquella medio chilena tras un buen pase de Pablo Hernández.

El equipo de Pellegrino acusó la carga del Celta. Tuvieron un par de opciones para marcar, sobre todo en las botas de Edgar, pero en el último tramo de partido se dedicaron a poner velas para mantener el 0-0. Balaídos creyó en la victoria. Fue el equipo el que le llevó a esa idea. La presencia de Guidetti a cambio de renunciar a un centrocampista lejos de abrirle caminos al rival permitió al Celta tener aún más presencia y peso en ataque. Lo suficiente para generar alguna otra ocasión como aquella del descuento en el que Pablo Hernández estampó en el poste la última ocasión después de que el soberbio Pacheco desviase ligeramente.

Nada movió el resultado. Los dos equipos acabaron reventados, pero miraron con complacencia el marcador. El pase a la final se resolverá en Vitoria donde el Celta buscará al menos esa victoria, ese empate o simplemente ese gol que vale un sueño.