Alguna vez lo hemos dicho. No hay equipo que pierda mejor que el Celta. Cuesta recordar otro con su misma capacidad para componer obras de arte que tienen la insana costumbre de acabar con los puntos en el casillero del rival. Es como un pintor genial que cuando está a punto de ponerle la firma al cuadro, se lo regala al primero que se cruza por la calle. Lo nunca visto en este mundo tan poco dado al altruismo como el fútbol. San Mamés, escenario de calamidades de todo pelaje, ofreció una nueva prueba de la escasa distancia que en el Celta separa la gloria del batacazo más sonoro y doloroso. Un partido condenado a la goleada, planteado y jugado de forma primorosa, terminó con una inexplicable victoria bilbaína por uno de esos azares a los que no tiene sentido buscar explicación. Suceden, sin más. Solo el ansia por la discusión (una de esas enfermedades de difícil solución de nuestro tiempo) hace que le dediquemos a la derrota más tiempo del necesario y persigamos justificaciones -que seguro existen y entre las que incluso encontraríamos algún defecto en las decisiones de Berizzo-, pero que ayer, ante semejante meneo quedan reducidas a la categoría de insignificantes anécdotas. En otro momento la explicación de la derrota se hubiese despachado con el consabido "se les apareció la Virgen", pero ahora parece que cobramos un plus por desmenuzar los partidos como si nos hubiese invadido el espíritu de Juanma Lillo. Iba Maguregui a discutir sobre este partido...

Valverde no tuvo ni ganas de celebrarlo. La televisión ofreció una imagen terrible, que retrata lo sucedido mejor que nada. Marcó San José el segundo tanto y el entrenador del Athletic permanecía inmóvil en su área técnica. Echó un vistazo al banquillo rival en busca de Berizzo y con una ligera mueca pareció pedirle disculpas. Era consciente de la inmensa canallada que el destino acababa de cometer con el Celta. Esa mirada, ese movimiento de cejas explican lo sucedido mejor que mil horas de televisión.