El motor del Celta se gripó antes de ponerse en marcha. En el estreno de la temporada más ilusionante para los vigueses, la que supone su regreso a Europa diez años después, los de Berizzo se dieron un sonoro tortazo ante el Leganés, un recién ascendido que supo explotar sus escasos recursos para anular a la versión más ramplona del Celta que se ha visto en mucho tiempo. Ni el embrujo de Balaídos, donde no perdían desde el pasado mes de enero, rescató a un grupo irreconocible, deprimente, bloqueado. Como si estuviesen entrando aún en la pretemporada y no saliendo de ella. Fue el de Berizzo un equipo desorganizado, torpe, falto de imaginación, cansado e impreciso hasta extremos sonrojantes. Salvo honrosas excepciones, se produjo una deserción masiva sobre el campo, que fue elevando el ánimo de su rival mientras el equipo de Berizzo se consumía incapaz de encontrar la manera de romper aquella estructura defensiva. Sin nadie con capacidad y mando para ordenar al equipo y con un ausencia absoluta de ingenio en el último tercio del campo, lo que convirtió los ataques vigueses en un permanente encontronazo contra la retaguardia pepinera, feliz en aquella clase de partido. Ellos, que aventuraban una noche compleja ante un rival lleno de matices, se dieron de bruces contra la vulgaridad hecha fútbol.

El Leganés es un equipo de recursos limitados, lo que le obliga a extremar la preparación de los partidos. En Balaídos demostraron astucia y haber invertido tiempo en analizar al Celta. Decidieron cerrar de salida los pasillos interiores y limitar al máximo el contacto con el balón de Marcelo Díaz. La idea era lógica, anular a los de Berizzo en el origen de su juego y obligarles a buscar soluciones diferentes. La situación descolocó al Celta que se pasó veinte minutos insistiendo en avanzar por una carretera que estaba completamente bloqueada. Tenían la pelota, pero no iban hacia ninguna parte con ella. Con Sisto y Bongonda en las bandas, el Celta curiosamente evitaba la salida por los costados, la búsqueda del espacio, donde sus alas podían generar mayor alboroto. Desde el comienzo las señales fueron inquietantes. Se sucedían las pérdidas -terrible partido del chileno Díaz y de Daniel Wass- y crecía la sensación de desamparo por parte de la defensa. Seguramente esa circunstancia limitó la presencia de los laterales en el campo contrario. Una de las señas de identidad de los vigueses desaparecía por el temor a tragarse una contra de un Leganés que robaba con enorme facilidad la pelota al Celta y que de manera tímida comenzó a probar los reflejos de Sergio.

Tardaron 22 minutos los vigueses en avisar a Serantes. Lo hizo Aspas y poco después Orellana. El chileno apenas tuvo diez minutos inspirados en todo el partido. Fueron aquellos en los que el Celta fue capaz de encontrarle entre líneas y de sus botas salieron un par de pases con algo de malicia. Uno de ellos dejó a Aspas solo ante el portero. Hubiese supuesto el 1-0 si no fuese porque el asistente anuló lo que no debía y seguramente privó al Celta de la única medicina que podía devolverle las constantes vitales: ponerse por delante en el marcador.

Porque lejos de serenar los ánimos, el paso por los vestuarios desató un mayor desgobierno en el cuadro de Berizzo. Pudo invertir esa tendencia Aspas -el más inspirado de los vigueses- en el primer minuto de la reanudación al fallar un mano a mano con Serantes. Él que suele buscar una solución más talentosa para esas acciones -como sucedió en el gol anulado- quiso hacer un remate más "convencional" y lo envió lejos de los tres palos.

Cae la noche

Y a partir de ahí al Celta se le vino encima la noche. Oscura, negra. El equipo cayó en un agujero del que nadie fue capaz de rescatarle. Perdió por completo el control del partido, aunque la posesión siguiese de su lado. El Leganés no tenía el menor de los problemas para frenar sus acometidas, que parecían misiones suicidas de sus futbolistas. Cada uno por su cuenta, aislado de quienes vestían su misma camiseta. Sin hilar nada, sin asociarse, sin profundidad ni remate. Se hizo evidente en ese momento que a Sisto aún le falta para meterse en la dinámica del grupo y que hay que tener calma y prudencia con Bongonda. Tan cómodo estaba el Leganés que comenzó a pisar el campo de los vigueses con más alegría Sobre todo gracias al talentoso Guerrero, que complicó la vida a la desajustada defensa de los célticos (terrible partido de Roncaglia). Y en una de estas, llegó el gol de los pepineros. Un balón parado, esa grieta que el Celta tiene desde su fundación en 1923 y que nadie es capaz de cerrar. Diez generaciones recibiendo goles de la misma manera. Víctor Díaz, en posición dudosa, metió la punta de la bota lo justo para desviar un cabezazo de Mantovani.

Al Celta le tocaba remar y había demasiada corriente en contra. Por el ánimo creciente del Leganés y por su propia incapacidad. Por entonces ya habían entrado el Tucu y Guidetti en el campo, pero el equipo no dio indicios de recuperar el espíritu. Solo Hernández ganó como es costumbre numerosos balones divididos y le dio más presencia física al medio del campo, pero la batalla ya estaba perdida. Se sentía en el ambiente, tan enrarecido como el aspecto que tenía el estadio. En el empujón final el Celta fue incapaz de generar una sola situación peligrosa que hiciese albergar esperanzas de reconducir el partido. La planicia era absoluta e incluso dolorosa porque hacía mucho tiempo que el Celta no evidenciaba una falta tan grande de recursos y de ideas para atacar a un rival. La fe en su plan ha sido una de sus grandes virtudes en este tiempo, lo que le ha hecho un equipo diferente al resto. Ayer fue tan vulgar como la mayoría. Queda mucho trabajo por hacer. También mucha temporada.