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Historias irrepetibles

El infierno espera en el Turchino

La Milán-San Remo vivió su edición más dantesca en 1910 cuando solo siete ciclistas llegaron a completar la clásica

El ciclista francés Eugene Christophe.

"El Turchino está cerrado, hay dos palmos de nieve en la carretera". La noticia corría con celeridad por los hostales de los ciclistas que en Milán esperaban el 2 de abril de 1910 la disputa de la cuarta edición de la Milán-San Remo. La organización se enfrentaba por primera vez a una situación similar y tenían dudas de qué hacer. El invierno se estaba alargando mucho más de la cuenta y las temperaturas en Lombardía, lejos de dulcificarse, habían descendido aún más. Hubo reuniones hasta última hora de la noche y los ciclistas, los 94 inscritos, se acostaron sin tener la seguridad de lo que sucedería al día siguiente.

"Se corre". Fue lo primero que escucharon tras levantarse. Al final la organización había decidido lanzar a los corredores a la aventura sin tener la seguridad completa de las condiciones y lo que estos encontrarían. Gestos de desánimo en muchos de ellos, de alegría en otros, de incertidumbre en todos. Una cuarta parte de los inscritos se marcharon para casa antes de arrancar y finalmente fueron 71 los corredores que se presentaron en el centro de Milán. Allí estaba Eugene Christophe, antes de hacerse célebre por perder el Tour tras sufrir una avería mecánica. Era su segunda vez en la Milán-San Remo y tenía esperanzas de estar en la pelea por la victoria. A juicio de muchos de sus compañeros en la víspera, las condiciones que se encontrarían de nieve y barro podrían beneficiar a algunos de los especialistas en ciclocross que habían en el grupo y entre ellos estaba Christophe.

La carrera parte con una temperatura próxima a los cero grados en Milán. El frío resulta violento. Tal vez por eso el ritmo que se imprime desde la salida es mucho más alto de lo habitual. Extraño en una carrera tan incierta y con casi trescientos kilómetros por delante repletos de incógnitas. Cristophe trata de seguir el ritmo de un grupo de diez ciclistas que se había puesto por delante pero enseguida comprende que sus posibilidades son mínimas. Comenta con varios compañeros de pelotón que esa velocidad es imposible de mantener y que prefiere quedarse atrás y hacer su carrera. La decisión no tarda en demostrarse que es la acertada. Después de cumplir los primeros cien kilómetros en poco menos de tres horas, los corredores empiezan a sentir el efecto del frío y del viento gélido que les acompañan. En el control de Ovada muchos se bajan de la bicicleta. Entre ellos Octave Lapìze, otro de los favoritos a quien Christophe trata de convencer de que siga, pero éste le responde que solo quiere ir en busca de una taza de caldo o de café caliente.

Del pequeño grupo solo quedan delante el ciclista francés Van Hauwaert (ganador de la segunda edición) y Ganna (que había vencido un año antes en esa misma carrera). Comienzan a subir entonces el Turchino. La nieve y el barro tapan la carretera, la corriente de viento glacial paraliza a los ciclistas y el ambiente es espectral. Christophe no tarda en quedarse solo en la persecución de los dos primeros. Está más habituado a esas condiciones. Su cuerpo, forjado en la temporada de ciclocross, se adapta mejor al frío por lo que no tarda en superar a Ganna. Sufre y se retuerce en la bicicleta. Las manos y las piernas las tiene entumecidas por lo que en algunos tramos se baja de la bicicleta y corre con ella para ver si así el cuerpo es capaz de ganar algunos grados de temperatura que hagan más llevadera la situación. Cruza con enorme esfuerzo el túnel del Turchino y se prepara entonces para un descenso terrible. Allí, en la cumbre, le comunican que va con seis minutos de retraso con respecto a Van Hauwaert. La sorpresa se la lleva cuando le encuentra quinientos metros después al lado de la carretera con una prenda de abrigo tapándole la cabeza. "Me voy a casa, no puedo dar una pedalada más" le dice a Christophe, que pasa a comandar la carrera. Pero le espera entonces el tramo más complicado. El frío en el descenso se hace si cabe más insoportable. Tirita sin parar, la nieve complica aún más las maniobras, comienza a sentir calambres y le duele el estómago. Hace tiempo que ya no siente las piernas pese a los esfuerzos que hace por correr algo. Todo es inútil. Está bloqueado, congelado en mitad de una carrera infernal. Se para y se sienta abatido junto a una piedra con la sensación de que nada tiene arreglo y que está a punto de despedirse de su primer triunfo internacional, de los trescientos francos de premio. En ese momento pasa por allí un vecino de la zona y le conduce a su casa, que resulta ser un pequeño albergue. Le quita la ropa húmeda, le sirve una taza de ponche casi hirviendo y le saca algo de comida. Christophe se siente revivir poco a poco. La sensibilidad regresa a sus extremidades. El buen samaritano le saca un pantalón y un jersey para que se los ponga. Él coloca el dorsal con un alfiler en la ropa que le acaban de entregar y se pone a hacer estiramientos con la idea de regresar a la carrera. Por la ventana ha comprobado que solo habían pasado cuatro corredores (Pavesi, Albini, Cocchi y Ganna) pero avanzaban a duras penas por lo que decide emprender la marcha. El problema es que el dueño del albergue no quiere dejarle ir con facilidad y solo lo hace cuando a duras penas con el idioma el corredor francés le hace entender que solo sigue con la idea de acercarse a la estación más próxima y tomar un tren que le lleve a San Remo.

La verdad es que Christophe retoma el descenso del Turchino y va recogiendo lo que queda de los ciclistas que iban por delante. Son fastasmas, no corredores. Tampoco es que él vaya mucho mejor, pero el ponche, la comida y la ropa seca le ayudan a combatir mejor el frío. A menos de cien kilómetros de la meta ya los ha superado a todos. Ninguno es capaz ni tan siquiera de hacer el intento por unirse a él. Están muertos de cansancio y de frío. Los directores de Christophe están desorientados porque no aciertan a entender su caída y ascenso en la clasificación hasta que él les explica lo del albergue. A cincuenta kilómetros de la meta se siente el ganador y pide que le corten los pantalones por las rodillas mientras devora un trozo de queso que le acaban de ceder. El último tramo, ya con el olor del Mediterráneo en el aire, resulta gozoso para él. Por un momento olvida el sufrimiento y disfruta de ese instante. Son más de las seis de la tarde y ha invertido más de doce horas, cuando cruza la línea de meta de una carrera dantesca. Solo la terminan siete ciclistas, de los que tres son descalificados porque han cometido alguna ilegalidad. Del podio Christophe se va directamente a un hospital donde pasa semanas ingresado tratándose la pulmonía que le provocado la carrera y que le impedirá competir al máximo nivel durante más de un año.

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