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Historias irrepetibles

La locura de Antonin

Panenka dio a Checoslovaquia el único título de su historia con un lanzamiento de penalti que creó escuela y que perfeccionó apostando cervezas y chocolate con el portero de su equipo

Momento en el que Panenka lanza el penalti mientras Maier se lanza hacia su izquierda.

Antonin Panenka era uno de los clásicos volantes que difícilmente se manchaba en los partidos. Muy justo de físico, poco trabajador, nulo en el juego aéreo y con algunos problemas de peso como lo atestiguaban sus mofletes sonrosados hizo carrera en el fútbol checo de los años setenta gracias a su extraordinario golpeo con el balón. Ahí se distinguía del resto y tanto el Bohemians de Praga (equipo en el que jugó desde 1967 hasta 1981) como la selección de Checoslovaquia se aprovecharon de ese don que acabaría por transformarle en una celebridad el 20 de junio de 1976 en Belgrado al convertir el inolvidable penalti que le dio a su país la única Eurocopa de su historia.

La Eurocopa de 1976 estaba condenada a ser un duelo entre Alemania y Holanda, grandes dominadoras del mundo en aquel tiempo y que tenían una cuenta pendiente desde la final del Mundial de 1974. Los germanos querían encadenar otro título (eran los vigentes campeones) y la "naranja mecánica" convertir en trofeos el reconocimiento mundial que existía en torno a su estilo. Un nuevo duelo entre Beckenbauer y Cruyff. Belgrado acogió las semifinales y final de un torneo a cuya fase final solo accedían cuatro equipos. La anfitriona Yugoslavia y Checoslovaquia completaron el cuadro con el papel de secundarios colgado de la espalda. Pero salieron respondones. Alemania sufrió de lo lindo para meterse en la final y tuvo que sacarse de la manga uno de sus habituales prodigios. Perdía 2-0 con Yugoslavia, pero dos goles en la última media hora llevaron el partido a una prórroga donde impusieron su maquinaria para ganar 4-2 (con tres tantos de Müller). En la otra semifinal también hubo prórroga. Checoslovaquia dominó el partido gracias a un gol de Ondrus hasta que a falta de trece minutos este mismo futbolista marcó el empate en propia puerta. Otra vez parecía que los modestos acabarían por estrellarse contra la lógica. Pero no, en el tiempo extra fabricaron dos nuevos goles de Nehoda y Vesely (dos de sus mejores futbolistas) les metieron en la final.

Checoslovaquia era una selección curiosa. Había reunido a un puñado de buenos futbolistas como Nehoda, Vesely, Ondrus, Moder o el portero Viktor. Los dirigía Vaclav Jezek y a diferencia de lo que solía ser habitual existía una perfecta sintonía entre los checos y eslovacos de la selección. Históricamente ese había sido uno de sus grandes problemas. El equipo se dividía en dos facciones que hacían vida por su cuenta. Los checos y los eslovacos solo se juntaban a la hora de entrenar y ponerse las camisetas para jugar. Comían separados e incluso mantenían conversaciones con los técnicos reclamando más protagonismo para los jugadores de su parte del país. Jezek -en compañía de su segundo, Jozef Venglos-, había logrado una saludable armonía y la selección se había plantado en la Eurocopa tras una veintena de partidos sin perder, una cifra notable. Y por allí andaba a sus 28 años Antonin Panenka y su reconocible mostacho. El volante del Bohemians estuvo cerca de abandonar el fútbol porque sufría el Fenómeno de Wenckebach, un tipo de arritmia cardiaca benigna gracias a la que pudo evitar el servicio militar y firmar por el Duckla, el equipo del ejército y por el que tarde o temprano pasaban los mejores talentos del país. Se quedó en el equipo de su vida, disfrutando de los pequeños privilegios que en la Europa del Este acompañan al oficio de futbolista.

El mediocampista vivía con algo de despreocupación los días previos a la final. Iba con su carácter. La noche antes le confesó a Ivan Viktor, su compañero de habitación y portero de la selección, su intención de lanzar un penalti en la final con un toque suave por el centro de la portería, tal y como le había hecho a él solo un mes antes en un partido de Liga. El meta palideció solo con la idea y le abroncó: "Ni se te ocurra Antonin, ni se te ocurra hacer algo así".

Panenka llevaba tiempo depurando la técnica en el Bohemians. Tenía un pique diario con el portero de su equipo en Praga, Zdenk Hruska, con el que se apostaba a la finalización del entrenamiento unas cervezas, algo de dinero o un poco de chocolate. "Empecé a perder demasiado dinero" comentaba el mediocampista por lo que ideó diferentes formas de lanzamiento. Hruska sabía leer perfectamente la posición del cuerpo para adivinar sus intenciones y eso llevó a Panenka a manejar otras fórmulas. Comenzó entonces a depurar ese toque delicado, algo picado, por el centro de la portería. Tuvo evidentes fracasos, pero era un tipo de lanzamiento que siempre sorprendía al portero que se enfrentaba a él por primera vez. Lo comprobó primero en algunos amistosos y luego lo introdujo en algún partido oficial. Ya solo le faltaba dar el gran salto y presentarlo en sociedad al mundo.

La final jugada en el Pequeño Maracaná de Belgrado se convirtió en otro ejercicio de supervivencia para los alemanes. Checoslovaquia se adelantó 2-0 en la primera media hora, aunque Müller redujo la diferencia antes del descanso. El segundo tiempo fue un asedio germano que encontró su premio en el minuto 90 por medio de Hölzenbein. Otra vez la vieja resistencia alemana a la derrota, un clásico en el fútbol mundial. El equipo de Jezek, que acariciaba el título, afrontó la prórroga con cierta sensación funesta. Alemania buscó el golpe de gracia, pero se estrellaron contra su cansancio y contra Ivan Viktor. Quedaba el título pendiente de los penaltis. El seleccionador eligió a sus lanzadores: Masny, Nehoda, Ondrus, Jurkemik y el quinto para Panenka, fiable como pocos desde los once metros. Ivan Viktor, entre consejos y palmadas de ánimo, recordó la conversación de la noche anterior y se acercó al jugador del Bohemians: "No irás a hacer aquello?." Pero no obtuvo respuesta. Panenka permanecía en silencio, concentrados. Los lanzadores checos habían anotado sus cuatro primeros tiros y Alemania tres cuando le correspondió el turno a Uli Hoeness, que había mostrado sus reticencias a lanzar. Nervioso, el delantero del Bayern envió el lanzamiento por encima de la portería de Viktor. Era el turno de Panenka. Tenía la gloria en su pie derecho. Sabía que era el momento, que en medio de aquella tensión Maier, uno de los grandes porteros del mundo en los años setenta, no podía imaginarse nada semejante. Tomó bastante carrera y ejecutó su obra con absoluta relajación. Un toque por el centro de la portería mientras Maier caía a la izquierda y levantaba en su desesperación la pierna y el brazo derechos. Era imposible alcanzarlo. El balón se depositó con delicadeza en el fondo de su portería mientras Panenka corría con los brazos abiertos en busca de sus compañeros que celebraban entre gritos de incredulidad. Y todo había comenzado por ganar unas onzas de chocolate.

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