Sucedió hace poco más de cuarenta años en Manila. Joe Frazier y Muhammad Ali habían llevado sus cuerpos al límite tras catorce asaltos salvajes en los que habían descargado todo el odio incubado durante dos combates anteriores y en aquellas semanas previas en las que Ali insultaba sin parar a su rival mientras golpeaba un pequeño gorila de goma delante de las cámaras de televisión. Exhaustos por los golpes y la humedad pegajosa de la capital filipina, ambos púgiles aguardaban desplomados en sus taburetes el asalto final. Frazier ya no podía ver por el único ojo que tenía sano y venía de soportar un castigo inhumano. Su entrenador, Eddie Futch, se agachó junto a él y le susurró: "Se acabó Joe, voy a parar esto". El de Carolina agitaba la cabeza y rogaba como un niño pequeño al que se le niega un dulce en una pastelería: "Le quiero ganar, jefe, lo quiero, lo quiero..." Futch acarició su cara con delicadeza y le secó el sudor mientras le decía con tono paternal: "Escucha Joe, nadie olvidará lo que has hecho aquí esta noche". Y se fue en busca del árbitro para comunicar la renuncia.

Hace unos pocos años Joe Frazier murió pobre en una pequeña habitación alquilada encima del gimnasio de las "Malas Tierras" de Philadelphia en el que había aprendido a boxear. Viejo y cansado, lo suficientemente orgulloso como para negarse a un reencuentro con su viejo rival, reconocía en sus últimas entrevistas que la mayor parte de los aficionados que se acercaban a él para saludarle le hablaban emocionados de su derrota en Manila, del coraje para llevar al límite al mejor Ali, de esa rabia que le empujó a ir siempre hacia delante y de no aceptar la rendición. Para sus devotos aquella derrota estaba por encima de cualquiera de sus grandes triunfos.

Es fácil establecer la similitud del Joe Frazier de Manila con el Celta que el jueves se despidió cargado de honores de la Copa del Rey. Un alegato hacia los derrotados, la prueba de que en el fútbol tan importante como ganar es la manera que uno elige de perder. El deporte está lleno de ganadores prescindibles, pero también de inolvidables perdedores que se han quedado para siempre en la memoria colectiva de su gente. Sucederá con el descarado y apasionado Celta de Berizzo, independientemente del puerto en el que termine la travesía comenzada hace año y medio. Ayer recibí la llamada de uno de esos aficionados del Celta a quienes la vida agarra en la Meseta, a mucha más distancia de Balaídos de la recomendada. Dolido y triste por la eliminación, inmensamente feliz por todo lo demás. No es poca cosa en un mundo que santifica la victoria y a los entrenadores a quienes se etiqueta caprichosamente de "ganadores", como si fuese algo que apareciese en el DNI para transformarse en un salvoconducto que permite cualquier tropelía. En este fútbol convertido en espectáculo de títeres, donde por desgracia el acceso a la gloria está reservada para los habituales agraciados en la lotería de Tebas, toca perder casi siempre. Por la escalera que conduce al palco acostumbran a subir los mismos, por eso cobra especial importancia le manera de decir adiós, cómo quieren que te recuerden cuando ya no estés. Y esa es la gran victoria del Celta de esta temporada.

Convendría también a esta hora, con la herida aún supurando, volver la vista atrás. Han pasado quince años desde la anterior ocasión en la que el Celta aporreó la puerta de una final copera. Desde entonces han pasado muchas cosas, aquellos días trágicos en la que los aficionados simplemente agradecían que el domingo siguiente el equipo tuviese camisetas para saltar al campo a jugar un partido y sonase el estridente pitido del árbitro. "Mientras escuche ese puñetero silbato significará que estamos vivos" me decía siempre un vecino entre resoplidos. Hoy el Celta disfruta de la base para no tener que esperar otros quince años por una cita semejante y que la próxima semifinal nos pille al menos con la suficiente agilidad mental para componerle una rima guasona al Emery de turno. Mientras llega esa bendita hora solo hay que pedirle que siga marchándose de las competiciones con la misma grandeza del pasado jueves, con la gente rompiéndose las manos a aplaudir por puro agradecimiento y con el equipo, ajeno a los golpes recibidos, susurrando en su esquina "lo quiero jefe, lo quiero" mientras alguien les acaricia la cara, les seca el sudor con una toalla y les recuerda que nadie podrá olvidarles.