Ya hace tiempo que en las aceras del Central, los domingos de mañana, hay silencio de misa aunque juegue el Octavio. Se siente umbrío, aunque luzca el sol. Es la quietud que precede a la nada. El Valladolid visita Vigo a esquela puesta. El segundo, en dura batalla por el ascenso directo, contra el colista, desahuciado. El equipo vallisoletano ha sido confeccionado para regresar a su ser natural, con apellidos de peso: Camino, Hernández, Lorasque, Delgado Ávila... Está Javi Díaz, que vivió glorias académicas, y Kalman, de paso efímero. El Valladolid tiene de todo y de sobra.

Un rumor, sin embargo, agita el recogimiento de los alrededores. Un ligero crepitar, que quizás parezca un acúfeno del oído. Prosigue y se mantiene, sin embargo, hasta devenir en griterío. El Octavio planta cara. Esta vez encaja las adversidades, el 0-3 de salida en cada periodo, las tres exclusiones de la primera mitad, los siete minutos sin anotar en la segunda, entre el minuto 40 y el 47. Los académicos se apoyan sobre la actuación asombrosa de García Lloria y su eléctrica actividad defensiva. En ataque, es el brazo de Gayoso, un Perunicic por florecer, el que acribilla a los castellanos. Que al final imponen su oficio y su muchedumbre. Al Octavio le queda el ruido como prueba de vida.

Al Octavio se le tasa en lo acústico, con el fonendo. Cuando los chiquillos callan y otorgan, agachando la cabeza, el adversario se sabe ganador. Resisten si se encorajinan y se gritan los ánimos y las ayudas. El equipo vigués volvió a ser ayer el de la pasada campaña: enérgico, atrevido en las transiciones, impreciso pero voluntarioso, valiente incluso en sus fallos, con ese punto de desorden que se le contagia al adversario. Jabato, que no ha parado de agitar sus sistemas y sus combinaciones, apostó ayer por Gayoso desde el inicio. Javi Díaz no supo descifrar nunca los lanzamientos desde nueve metros del coruñés. El portero rosaleiro se fue el banco en el minuto 27, atónito en su rendición.

El Octavio había sabido voltear el encuentro: del 0-3 al 3-3, su primera ventaja en el 6-5 del minuto 12 y opciones perdidas de elevarse hasta el 8-5 después. El Valladolid se estrellaba una y otra vez contra el revoloteo rojillo en defensa, de anticipación para compensar la inferioridad en centímetros y kilos. Lloria provocaba ovaciones en su propio banquillo y la tentación de sumarse en el contrario. Pero los pucelanos no consintieron que sus anfitriones se les fuesen. La conexión con el pivote, Nico López o Lorasque, constituyó su alimento (10 de los 27 goles llegaron de esa manera). Suficiente para dejar todo en tablas al descanso.

El Valladolid quiso quebrar otra vez la voluntad académica en el segundo arranque. Como tantos otros han hecho y ellos habían comprobado en los vídeos. El 12-15 se les antojó suficiente. El Octavio, sin embargo, estaba esta vez frenético, poseído por la furia y seguramente descargado de nerviosismo por saberse casi condenado. Jugaron los chavales a la esperanza perdida, como se le llamaba a las cargas suicidas del XVII. Siempre a uno o dos de distancia, al borde del empate, más amplios que de costumbre en la circulación pero escasamente efectivos por los extremos. Un error arbitral, de los pocos en una pareja buena y dialogante, y el brazo infinito de David Fernández finiquitaron el encuentro. Que no el ruido, aunque sea de estertor.