"Nunca subestimes el corazón de un campeón". Lo gritó Rudy Tomjanovic. Sus Rockets acababan de ganar el segundo anillo consecutivo, el más inesperado. Sextos del Oeste en la temporada regular de 1995, analistas y aficionados los daban por amortizados. Solo ellos mantuvieron la fe. Alimentaron su rabia con el desprecio ajeno. Todos los rivales fueron cayendo a sus pies, siempre contra pronóstico, imponiéndose al factor cancha. Los últimos en besar la lona, los Orlando Magic. El efervescente Shaquille O'Neal tuvo que rendirse a Olajuwon. Todavía no había llegado su tiempo. Todavía no ha llegado el tiempo del gigante Gobert. Ayer, el exuberante pívot galo, de 23 años, comprendió que ha nacido en la época de Pau Gasol. Llevará siempre los 40 puntos del catalán clavados en el alma.

Sin Rubio, Calderón, Marc, Navarro, Abrines o Ibaka, rodeado de secundarios y espaldas maltrechas, como la de Rudy, Pau escribió ayer una de las páginas más grandiosas en la historia del baloncesto mundial. El talentoso pero algo apático pívot que es en la NBA, según las épocas, volvió a transformarse en ese líder corajudo que se agiganta cuando empuja a España. Pau rejuveneció. No tiró esta vez de muñeca, como ante Gortat en octavos. Movió las piernas como cuando, recién llegado a Memphis, silenciaba a Garnett. Gritó con rabia en cada mate. Es su mejor termómetro. "Nunca subestiméis el corazón de un campeón", parecía decirle con la mirada furiosa a los espectadores galos. Casi 27.000, récord en un partido FIBA bajo techo, asistieron a la vengaza española. Las heridas del anterior Europeo y, sobre todo, del Mundial quedan curadas. Scariolo sana el honor dolido con Orenga.

Lo cierto es que España y Francia han protagonizado muchas batallas durante la última década. Primero con hegemonía española; después, con respiro francés. Pero nunca han disfrutado los galos si Scariolo manejaba la pizarra. España ha conquistado sus dos títulos europeos con el italiano al mando. Y siguiendo el mismo patrón, de menos a más, arriesgándose incluso a eliminaciones prematuras, y alcanzando después su velocidad de crucero. Seguramente el cuerpo técnico diseña así la preparación. Difícil creer que incluyan en sus planes un tiro fallado por Schroder en el último segundo. Lo que no se sintetiza en el laboratorio queda al albur del destino y sí, del corazón de los campeones.

España pudo ganar o perder. La ruleta giró varias veces en los instantes decisivos. Perdiendo, habían asegurado la dignidad sobradamente. La selección mostró su cara más competitiva en el momento justo. Tuvo que convivir además con el lastre de sus propios pecados: en cancha propia, las dificultades para cerrar el rebote (Francia tuvo 16 segundas opciones, por 12 de España); en cancha rival, un lamentable porcentaje en el triple, incluso en tiros bien librados (4/21).

En tales circunstancias, los franceses probaron a romper el encuentro en un par de ocasiones. El 6-13 del minuto 5 fue su primer intento. El 40-51 del tercer cuarto, calvario español en este torneo, pareció el definitivo. Scariolo, sin embargo, encontró soluciones para reactivar en cada momento a los suyos. España mostró una gran riqueza defensiva, alternando la defensa individual con diferentes planteamientos zonales incluso dentro de la misma acción. Los españoles enredaron a Parker en su madeja. Al astro local le cuesta sentirse cómodo contra las zonas europeas. Está demasiado acostumbrado al juego de la NBA, en el que implicar a tres jugadores en un ataque es un exceso impensable. Y eso que él juega en los Spurs de Popovich, los de estilo más colectivo. Sergio Rodríguez, perfecto escudero de Pau, le ganó el pulso.

Parker no fue el hombre en el que guarecerse cuando España volteó el marcador (de 52-61 en el minuto 33 a 62-61 en el 37). Batum se ofreció. Anotó un triple mágico para empatar el partido a 66. Pau falló después la canasta que hubiera evitado la prórroga. Apenas una vacilación en el reparto de papeles. Era el español el destinado a protagonizar las historias que los abuelos narrarán a sus nietos dentro de muchas décadas. Pau, aunque exhausto, siguió martilleando, forzando faltas y machacando. Batum falló tres tiros libres decisivos. Quedó desolado. Había subestimado el corazón de un campeón.