Una vez más resulta una evidencia que cuanto más grande es un equipo más estruendo produce al desmoronarse. Le ha sucedido a la selección española cuyo adiós precipitado al Mundial ha generado una enorme conmoción hasta invadir las portadas de todos los periódicos del mundo como si hubiese muerto una estrella del pop. El ruido en España -propagado por esos enterradores profesionales que llevaban seis años atrincherados y han reaccionado como si Hacienda les hubiese anunciado una paralela- nunca sorprende, pero es en la reacción internacional donde uno entiende mejor la dimensión alcanzada por este equipo. España consiguió la impensable en estos seis años de gozo absoluto: ser Brasil. La mía, y muchas otras generaciones, se han criado en un tiempo en el que todos los equipos del mundo querían parecerse a Brasil, jugar como ellos, con su alegría, su desenfado, su calidad, su entusiasmo y ese talento natural. Desde 2008 ese papel le corresponde a España que consiguió que incluso la robótica Alemania o la prudente Italia soñasen con parecerse a ella. Solo hay que echar un vistazo a este torneo. España se marcha para casa, pero su semilla queda en muchas otras selecciones como sucede con los equipos dirigidos por Löw o Prandelli, que tratan de seguir el rastro de migas de pan que España ha dejado estos años. Esto lo anuncias en la época de la Transición -ya que tanto hablamos de ella en los últimos meses- y te encierran por loco.

Mientras el mundo despide a España con los honores que merece un campeón del mundo en casa se multiplica la cofradía del "yo lo veía venir", los que ahora consideran un error la presencia en Brasil de casi toda la lista de Del Bosque. Práctica habitual por otra parte en un lugar donde algún día llamarán "acabado" a Nadal por no ganar Roland Garros. Es indiscutible que España ha llegado a esta cita en malas condiciones, que algunas de las decisiones del seleccionador son muy discutibles (siendo benévolo en el calificativo) y que el estado de algunos futbolistas no era el idóneo para la cita. Conclusiones fáciles de sacar a estas alturas, con las cuchilladas de los holandeses y chilenos en el cuerpo. Pero inasumibles hace un mes. El equipo campeón, su núcleo duro, tenía que volver a defender su trono y, si era el caso, morir en el campo de batalla defendiendo su territorio. El problema es que faltó energía, fuerza mental. Aquel equipo ha envejecido de forma paralela al mejor Barcelona y llega la hora de abordar un lavado de cara que tal vez no deba conducir Del Bosque. El sabrá. Convendría evitar las decisiones en caliente. Esperar a que pase los días del luto oficial y después comenzar a tomar las decisiones desde la reflexión y la tranquilidad. Y llegado el caso despedir como merece a quienes han hecho que la gente identifique jugar bien con la selección española.

Tras la debacle ante Chile, en Telecinco, donde habitan los visionarios, emitieron "Alatriste". Cuando llegué a casa la película estaba en la escena final, la mejor, la que retrata al imperio que comienza a desmoronarse frente a las murallas de Rocroi. Es en ese momento cuando el aragonés Sebastián Copóns, herido en el pecho y consciente del final trágico que le espera a su tercio, le pide al joven Íñigo de Balboa: "Íñigo, cuenta lo que fuimos". Me pareció una señal.