En el final de su etapa como entrenador del Liverpool, haciendo balance, Bob Paisley dijo que lo peor de sus casi diez años al frente del club habían sido los primeros cuando peleaba contra su inexperiencia en el cargo y contra "la grandeza de Bill Shankly" su predecesor en el puesto. Las palabras de Paisley demuestran que en muchas ocasiones los técnicos pelean contra el recuerdo de quienes le han precedido en el puesto. Vales tanto, triunfas o fracasas en función del tiempo que dure esa nostalgia.

Algo así les sucede a Ancelotti y a Martino, técnicos que el domingo vivirán en el Bernabéu su segundo duelo particular, un clásico trascendental para el futuro de la Liga y del que, inevitablemente, uno de ellos saldrá al menos con una importante herida. El italiano llega a la cita tras convertir la vida de su equipo en lo más parecido a una tarde de domingo en un balneario. Le hacía falta al Real Madrid después de los tres años convulsos, casi delirantes, protagonizados por Mourinho. Ni los más cerriles seguidores del técnico portugués han encontrado argumentos para censurar el comportamiento de Ancelotti. Aguardan seguramente su oportunidad en medio de las sombras a la espera de un paso en falso. El italiano domina la escena, el lenguaje corporal, la táctica y la diplomacia como nadie. Ni un problema, ni un charco. Poco a poco ha ido cerrando los frentes que le dejó abiertos sus predecesor. Sin levantar la voz, sin faltar a nadie, sin enfrentamientos innecesarios y gobernando su plantilla con otra forma de autoridad. Su solución -algo extraña- para el problema de la portería ha terminado por desaparecer del debate público a la espera de que llegue el siguiente fallo de Casillas o Diego López. El entorno ha terminado por aceptar un arreglo enrevesado para el incendio que había creado Mourinho y hace unos días, cuando vio que se le agitaba el corral mediático tras una buena parada de Casillas, dejó caer en una rueda de prensa que "si el equipo llega a la final de la Champions le daré algún partido de Liga". Y todo el mundo volvió a amansarse. Lo mismo sucedió cuando tuvo que mediar tras el gesto de Di María hacia el Bernabéu o la anécdota de la vaquilla de Illarra. A todo le dio soluciones sensatas sin necesidad de avivar el fuego. Es lo que tiene ser consciente de dónde está, de cómo respira el fútbol europeo y qué significa el Real Madrid. Y por si fuera poco ha logrado que el equipo juegue bien. El Real Madrid ha ido ganando consistencia defensiva -algo indispensable para aspirar a los grandes títulos- y ha mejorado sus prestaciones en ataque hasta convertirse en un equipo fiable que llega al clásico tras treinta partidos sin conocer la derrota. No es cualquier cosa.

Para Martino el viaje está siendo una pequeña pesadilla. El fantasma que le persigue sigue siendo el de Guardiola -Tito no estuvo lo suficiente como para dejar la misma huella- un enemigo demasiado grande y cuya dimensión él no parece entender. Se comprobó durante las primeras semanas en el puesto. El hombre no era capaz de comprender qué le pasaba a aquellos señores que no parecían satisfechos con el hecho de que el Barcelona ganase todo y fuese líder solvente de Primera. Lo que en otro país -su Argentina natal sin ir más lejos- le hubiese supuesto su inmediata entronización, en Barcelona sonaba a poca cosa. Comenzó tomándoselo con humor, impartiendo didáctica en la sala de prensa, hasta derivar en el señor algo seco que ahora contesta a los periodistas. Martino sufre porque no ha sido capaz de asimilar la excelencia en la que ha vivido el Barcelona este tiempo. Ni el oficialismo, empeñado en enterrar el recuerdo de Guardiola, ha conseguido su propósito. Al equipo de Martino, siendo magnífico y capaz de cualquier cosa, ha perdido la magia de otro tiempo. Eso sumado a la capacidad del Barcelona para generarse problemas (el contrato de Neymar, la no renovación de Messi, la salida de Valdés...) ha compuesto un cóctel que al "Tata" le cuesta digerir. El domingo tiene una gran ocasión de hacerlo..