El fútbol sufrió para asentarse en Rusia. Era un invento occidental destinado a las masas y eso lo hacía difícil de digerir para el régimen de comienzos del siglo XX. Mientras el resto del mundo le abría los brazos y se dejaba engatusar por él, en la madre Rusia miraban con recelo aquel deporte y trataban de frenar su evidente ímpetu. Se resistieron, pero era una guerra perdida. En los años veinte el fútbol ya había echado raíces en la sociedad rusa que comenzó a disfrutar del espectáculo cuando el invierno les dejaba y su crecimiento se hizo imparable pese a lo azarosa que resultó la vida en el país durante la primera mitad de siglo.

Entre las autoridades rusas, Lavrenti Beria –el jefe de la Policía secreta de Stalin y uno de los personajes más siniestros de aquel tiempo– era el que sentía una mayor debilidad por el fútbol. Había jugado en los años veinte y allí, en los terrenos de juego, había construido un odio salvaje hacia los hermanos Starostin, especialmente hacia Nikolai al que se había enfrentado en varias ocasiones con resultados catastróficos para él. El mayor de los Starostin era un tipo de una enorme personalidad que desde pequeño se sintió poseído por el fútbol y por el hockey sobre hielo. Cuando murió su padre apenas tenía veinte años, pero se hizo cargo de la familia y del cuidado de sus hermanos a los que condujo por el camino del deporte. Nikolai tenía una concepción muy occidental, capitalista a juicio de lo más rancio del sistema, No tardó en compatibilizar su faceta de futbolista con la de dirigente y ayudó a crear el Círculo de Moscú junto a personalidades bastante relevantes de la vida y política moscovita. El club fue creciendo de forma imparable y dio paso al Spartak de Moscú que tomó el nombre del célebre Espartaco, el esclavo tracio que se volvió contra el Imperio Romano. Era toda una declaración de intenciones en aquellos tiempos de opresión. Starostin trajo al fútbol rusos aspectos como el patrocinio deportivo o la compra de jugadores con la idea de que el club que acababa de fundar fuese capaz de hacer frente al Dimano, el poderoso equipo del Ministerio del Interior.

A Beria, fanático del fútbol, no le hacían gracia ni Starostin ni el Spartak. El régimen, consciente de que no podía parar la fuerza del deporte, se había decidido a controlarlo, de ahí que los equipos más fuertes estuviesen unidos a la administración rusa. El Dinamo era el equipo del Ministerio del Interior; el Lokomotiv, el del sindicato del ferrocarril; el CSKA era el equipo del Ejército, el Torpedo representaba al sector del automóvil…En cambio el Spartak simplemente era el equipo de un grupo de gente, sin apoyo gubernamental, algo que caló en la sociedad de Moscú e irritaba a la clase dirigente. El conjunto comenzó a ganar a finales de los años treinta sus primeros títulos justo antes de que las purgas de Stalin se llevase por delante a buena parte de su directiva, lo que dejó a Starostin solo en el poder, sin conexión alguna con las altas esferas, vulnerable ante un tipo como Beria que por aquel entonces presidía el Dinamo, el equipo de su ministerio. El dirigente dio la primera muestra de su intención en 1939 cuando ordenó repetir una semifinal de Copa entre el Spartak y el Dinamo de Tiblisi –el equipo de su tierra- que habían ganado los moscovitas y pese a que estos ya habían ganado la final. Dio igual, Beria quería que ganase el equipo de su pueblo. Volvieron a vencer los de Starostin y entonces ordenó su detención, a lo que Molotov, mano derecha de Stalin, se negó.

Beria volvió a la carga tres años después cuando acusó a los cuatro hermanos Starostin de participar en un complot para matar a Stalin durante un partido que jugaron en honor del líder los titulares y suplentes del Spartak, un choque que despertó tal entusiasmo por parte de Stalin que ordenó que se disputase un tercer tiempo entre ambos conjuntos, lo que calentó aún más el ánimo de Beria. La acusación se basaba en una simple fotografía, pero sirvió para que fuesen conducidos a Lubianka donde fueron interrogados y juzgados. Se libraron de la condena por querer matar a Stalin, pero les cayeron diez años de confinamiento en un gulag por aceptar sobornos e "intentar asentar un modelo burgués en el deporte". Eso les evitó al menos acudir al frente durante la Segunda Guerra Mundial. Hubo un intento por sacar de allí a Nikolai a cargo del hijo de Stalin, pero de inmediato volvió a ser conducido a otro campo de prisioneros rusos en los que gozó de ciertos privilegios a cambio de dirigir a los equipos de fútbol de la zona. Tras la muerte de Stalin y la ejecución de Beria se declaró una amnistía de la que se aprovecharon los hermanos Starostin que al fin, en 1954, pudieron reencontrarse de nuevo. Nikolai dirigió al Spartak durante décadas y fue su presidente honorífico hasta el momento de su muerte. Sus aficionados se refueren a él como "el patriarca".