La era moderna del rugby vigués comenzó el 21 de diciembre de 1987 con un entrenamiento en O Vao. Aquel día, un grupo de locos inició la travesía que en pocos meses debiera culminar con el debut del Iveco en la máxima categoría si la directiva reúne los apoyos financieros necesarios. El equipo actual, aunque todavía es época de propagar la fe, transita por el territorio que los pioneros desbrozaron. Tiempos de éxodo por campos de tierra, de fabricarse las porterías y captar en emboscada a nuevos practicantes. "Hoy vivimos un sueño", declaran los padres fundadores del Vigo Rugby Club.

Ernesto Rodríguez, Alfredo Vaz, Fran Bao, Adolfo Maguna, Quique Paz, Julio Bernárdez, Ramón Amoedo y Manolo Lago se reúnen en la Estación Marítima. El calendario retrocede. Las cervezas se consumen a ritmo juvenil. Se desgranan como recientes las anécdotas de la protohistoria. Todos siguen vinculados de alguna forma al club. Directamente Amoedo, como vicepresidente; Manolo, como delegado; Maguna, que tiene a su hijo en la actual plantilla. Indirectamente los demás, como fans. No mengua la pasión de las primeras horas.

Estaba desierto el rugby vigués a finales de los ochenta. Los encuentros de los albores del siglo XX contra tripulaciones inglesas en el Areal eran relatos de hemeroteca. El intento dirigido por James G. Skinner en los sesenta no había fructificado. Ni un equipo en la ciudad, por seis en A Coruña. Eduardo Portela, Ramón Amoedo y Alvaro Saa se conjuraron para ponerle remedio.

Los tres vigueses estudiaban en León. Saa jugaba en el Universidad de León; Portela, en el León Rugby Club. De sus charlas surgió la idea de organizar entrenamientos en sus visitas a casa. Cada uno debía enrolar a otros nueve para completar los treinta necesarios. Así se presentaron en O Bao aquel 21 de diciembre. En la playa, al modo evangélico, encontrarían nuevos compañeros, como Tito o Anxo.

Ya no hubo marcha atrás. Los entrenamientos se repetirían. Fundaron el club en 1988. Paz fue elegido presidente. El primer amistoso lo disputaron contra el Mareantes de Pontevedra. El primer choque oficial, en Segunda Regional, contra el Lalín. Cayó de forma inmediata el ascenso a Primera.

Estaban modelando un mundo desde cero. Acudían a las chatarrerías a comprar palos con los que fabricar las porterías, necesariamente portátiles. "Los del fútbol decían que les estropeábamos el campo". Así que se mudaban constantemente. Trasladaban los palos sobre el techo de los coches. En el maletero, pintura para delimitar las medidas reglamentarias.

El rugby sonaba a vicio de degenerados. "En O Bao nos entrenábamos por la noche junto a los quinquis que se pinchaban en las gradas. Leri no nos quería poner las luces. Acabamos entrenándonos en el aparcamiento, con los faros de los coches encendidos para poder ver".

Un detalle crucial. "A Julio lo fichamos porque tenía coche", dicen con sorna. Bernárdez, entrenador del Celta femenino de baloncesto, se enganchó en Santiago a un deporte muy diferente al que había practicado toda su vida. "Me invitaron a un entrenamiento. En Piñeiro Sport me compré la equipación. Llegué y había una galerna increíble. ´Nos vemos mañana´, les dije, suponiendo que todo se suspendía. ´¿Cómo que mañana?´".

Los fichajes se lograban como el sabueso que cierra las mandíbulas sobre su presa. Ernesto destacaba en esa labor. Paseaba por la facultad y si veía a algún grandullón, se abalanzaba sobre él al grito de "¿quieres jugar al rugby?. "Uno que se llamaba Paquito tenía pesadillas conmigo. ´Que ya te he dicho que no´, me bufaba".

La noticia corrió de boca en boca entre amantes del oval de todas las edades. Llegó Manolo. Había jugado en Argentina y de Venezuela fue campeón nacional. Mientras los otros habían conocido el rugby gracias a las retransmisiones del Cinco Naciones, a él lo engancharon en los Maristas en 1964. "Tito y él aparecieron en el segundo entrenamiento. Nos dieron un salto de calidad. A Manolo lo llamábamos Turbo. Hacía toda la jugada y te daba el ensayo", destaca Amoedo.

Tuvieron otras incorporaciones de calidad, como la de Juan Narvaja, "un argentino buenísimo", al que se llevaron a un torneo de rugby a siete en Portugal. Lo ganaron de calle. De la ceremonia final recuerdan "el arroz con alubias horrible" y el discurso de la autoridad: "Delen abrazos y recuerdos al Rey de España". Fue la primera vez que jugaron en un campo de hierba, Acostumbrados a los pedregales, el césped se les antojaba un colchón de plumas. "En el campo coruñés de La Torre flipábamos", resopla Maguna.

Striptease con el Invincible

Había citas especiales cuando algún barco de la armada británica recalaba en el puerto. Entonces se organizaban amistosos entre la marinería y el Vigo, al que invitaban a las recepciones oficiales. Como cuando el portaaviones Invincible fondeó en agosto de 1989 tras varios meses de singladura. Los ingleses tomaron la ciudad. Deambulaban por las calles con cajones de cerveza atados a la espalda. Al partido se presentaron con la bebida metida en contenedores de basura. Es también el "tercer tiempo" más indeleble. El rito reúne a los contrincantes en un pub. La rivalidad se transforma en camaradería. En aquella ocasión la fiesta terminó con un inesperado "striptease" colectivo al ritmo de "Singing in the rain". Manolo huyó avengonzado.

El rugby les llenaba el cuerpo de magulladuras. Amoedo, ya ejerciendo de abogado, se presentaba cada lunes en el juzgado envuelto en tiritas. "¿Quién es el detenido?", llegó a preguntar el juez. La resistencia al dolor forma parte de sus sacramentos. "Aquí no existe la teatralidad del fútbol. Nunca quieres salir del campo", establece Bao, al que los demás elogian porque se partía el alma en la delantera "aunque apenas tenía el balón en la mano. Cada uno respeta su función. No hay estrellas".

Abundan las historias al respecto. Relacionadas con Amoedo, "el más trastornado", concreta Bernárdez. También menciona al apodado Setetetas que, conmocionado, corría en dirección contraria a sus compañeros. "Que atacamos hacia allí", le gritaban. O a un tal Paco, que sangraba a chorros por la cabeza y se negaba a parar. "Eu son eu", se indignaba y Bernárdez le insistía: "Que me estás poniendo perdido".

Locuras de juventud. "Jugábamos quince o catorce, los que fuésemos. Hasta ser menos de doce no se paraba el partido". Tito Salvador, tras recibir un golpe, escupió dos dientes. "Hostia, partíronme os piños". "A la semana siguiente aparecimos todos con protector bucal", confiesa Bao.

Nada importaba, más que el amor al juego. "El partido en el que más me he divertido fue contra el Salvador", cuenta Amoedo. "Allí nos ganaron 105-0. Aquí, 42-12. Nos pasamos todo el rato placando. Me rompí la mano".

Paquito, que había estudiado en el INEF, quiso encargarse de la preparación física. "Estirad el psoas, ahora los isquiotibiales", instruía, ante el estupor general. Amoedo le aclaró: "En rugby tenemos pierna, rodilla y brazo". Derrotar precisamente a los pimpollos del INEF coruñés, tan apolíneos, era actividad predilecta. "Los machacábamos", resume Bao.

Han pasado dos décadas. Se les han aflojado los músculos. Las articulaciones les chirrían. Mantienen intacto el espíritu. Quedan a comer cada Navidad. Matan las ganas en el Vigo Vellos. Se emocionan al ver que aficionados de toda Galicia peregrinan a As Lagoas. Ellos difundieron esa buena nueva que hoy fructifica: el respeto al rival y al árbitro, la fraternidad entre compañeros, el sacrificio. Jamás ha flaqueado su fe en este punto que juntos salmodian: "El rugby es una religión, una forma de vida".