Cuando en 1948 se instauró en Suráfrica el "apartheid" el rugby pasó a convertirse en un símbolo nacional con un peso indiscutible en la sociedad. Era el deporte de los blancos, de la raza que gobernaba con mano de hierro el país. Esa carga simbólica también afectaba a los negros para quienes el rugby representaba lo más profundo de la opresión que padecían. Por eso lo odiaban profundamente y por esa misma razón detestaban a la selección de su país integrada por aquellos gigantes "afrikaaners" que les recordaban a los violentos policías surafricanos. Los negros jaleaban las derrotas de los "springboks" y para el movimiento antiapartheid la exclusión de la selección surafricana de rugby de las competiciones internacionales supuso uno de sus grandes triunfos. Para buena parte de la población blanca esa decisión constituyó el aspecto más humillante del boicot internacional que padecieron en aquellos años a cuenta de su política de segregación racial. El rugby, por aquel entonces, ya era mucho más que un símbolo.

Nelson Mandela salió de la cárcel en 1990 después de casi treinta años de reclusión con el objetivo de frenar la deriva violenta que parecía condenar al país a la guerra civil. El líder negro se convirtió en presidente surafricano tras ganar las elecciones de 1994, lo que supuso el fin de la segregación racial. Pero el camino para la paz no era sencillo. Existían demasiados recelos entre los dos bandos, demasiadas heridas abiertas, demasiados muertos en la memoria de las familias. Mandela entendió entonces que el rugby podía ser el instrumento que uniese a negros y blancos. Tenía una oportunidad única porque Suráfrica había sido designada sede del Mundial de 1995 como recompensa a las promesas de cambio que un par de años atrás había hecho el gobierno de De Klerk. El reto era descomunal: conseguir que la población negra se sintiese representada por el equipo que simbolizaba el poder "afrikaaner", por la camiseta verde de los opresores. Él mismo reconocía que durante los años en la prisión de Robben Island escuchaba los partidos de rugby a través de los transistores de los carceleros y festejaba junto al resto de la población reclusa negra las derrotas surafricanas.

El presidente Mandela sabía que uno de sus principales aliados en esa misión debía ser la propia selección. Un año antes del torneo, poco después de ganar las elecciones, se reunió en su despacho con Francois Pienaar, el capitán de aquel equipo, un afrikaaner clásico, rubio, inmenso, de piel sonrosada. Le explicó su idea y el jugador le garantizó que no habría ni una voz discordante dentro de un vestuario donde sólo había un jugador mulato: Chester Williams. El resto eran blancos. Durante la entrevista Mandela también le pidió a Pienaar que los jugadores debían aprenderse una canción y entonarla antes de los partidos. Se trataba de "Nkosi Sikelele... ¡Afrika!", una canción de liberación en lengua xhosa que se iba a convertir en el nuevo himno surafricano. El capitán de los "springboks" le garantizó que no fallarían y lo cierto es que su comportamiento fue ejemplar. Durante un año se entrenaron como salvajes pero también participaron en numerosos actos sociales, visitaron zonas donde nunca antes habían estado y trataron de ganarse el favor de la población negra, recelosa todavía. Tampoco los blancos acababan de creerse el papel conciliador de Mandela. Para ellos era un terrorista, una amenaza a su estilo de vida. Poco antes de comenzar el campeonato visitó a los jugadores en su concentración. Pienaar explicaría poco después que aquel encuentro fue determinante porque dejó a casi todos los jugadores impregnados por el aura de Mandela.

Suráfrica avanzó con contundencia durante el torneo, lo que fue acrecentando el interés de la población negra por aquel equipo que cantaba como ellos y que parecía sentirse orgulloso de hacerlo. Los estadios estaban repletos de blancos pero algo estaba cambiando en Suráfrica. En las semifinales los "springboks" se impusieron de forma agónica –y algo polémica– a Francia por 19-15 y se prepararon para la final ante la intratable Nueva Zelanda que lideraba una bestia llamada Jonah Lomu, el mejor jugador del mundo, que en la otra semifinal había pisoteado a Inglaterra. Parecía una misión imposible para los chicos de Pienaar.

El día de la final se produjo un hecho insólito. Nelson Mandela salió al campo a saludar a los jugadores y lo hizo con la camiseta verde de la selección. El silencio se hizo en Ellis Park. El impacto de aquella imagen era imposible de superar. Mandela vestía el símbolo de aquellos que durante años habían oprimido a los suyos. Era como si un negro del sur de Estados Unidos se pusiese la capucha del Ku Klux Klan. El estadio comenzó entonces a corear su nombre: "Nelson, Nelson, Nelson". Una mística especial se apoderó del estadio que incluso dejó tocados a los "all blacks" que confesarían sentirse impresionados al dar la mano a Mandela. El presidente estaba jugando también aquella final. Van der Westhuizen, medio melé surafricano, confesó que en aquel momento, con Mandela vestido de "springbok" y el público coreando su nombre, comprendió que al fin tenían a un país detrás de ellos. Pelearon como titanes ante Lomu y los suyos que se vieron incapaces de superar su defensa. Los dos equipos sólo anotaron en las patadas a palos. 9-9 al final del partido. En la prórroga Nueva Zelanda se adelantó, pero Suráfrica supo igualar con rapidez y ganó la posesión. Avanzaron y entregaron el óvalo en busca de la patada salvadora de Stransky que puso por delante a los "springboks" (15-12). Suráfrica, llevada por el apoyo que recibían de las 72.000 almas que llenaron el estadio, resistió los últimos siete minutos y se apuntó su primer Mundial en medio de una felicidad que incluso alcanzó Soweto, el área de Johannesburgo que simbolizó durante años la lucha contra el apartheid. Lleno de felicidad Mandela bajó al césped y entregó a Francois Pienaar la copa de campeones con un agradecimiento: "Gracias por lo que habéis hecho por este país".