Ghiggia y Schiaffino marcaron los goles que aquella tarde de 1950 sepultaron Maracaná bajo una tristeza insoportable. Pero la gloria de la victoria, por encima de todos, le corresponde a Obdulio Varela, el "cinco" de aquella selección, el capitán, el hombre que entendía mejor que nadie que el brazalete también sirve para ganar partidos. El "negro jefe" le llamaban. Esa tarde, en el infierno de Maracaná demostró el porqué.

Varela era de esos futbolistas cuya importancia no se medía por el regate, el golpeo de la pelota o la habilidad. Lo suyo era diferente. Su grandeza radicaba en el carácter. "Nació para ser capitán" decían de él y por eso los directivos le odiaban profundamente. A mediados del siglo pasado los parásitos de los despachos habían encontrado en el fútbol un filón para sus negocios y sus vanidades. Los jugadores como Varela eran un inmenso problema.

Obdulio nació en el seno de una familia pobre que pudo mejorar algo su nivel de vida gracias al dinero que él ganaba en el fútbol. Jugó en el Libertad, en el Wanderers y con 26 años se enfundó la camiseta de Peñarol. Se hacía mayor y su importancia no paraba de crecer. Ordenaba a sus compañeros, imponía a los rivales, condicionaba a los árbitros. En una ocasión, tras una entrada fuerte a un compañero de su equipo, Varela se acercó al árbitro y le dijo de forma educada: "señor juez, si alguno de mis futbolistas llega a dar una patada como la que aquel señor acaba de dar, le ruego que lo expulse, porque en mi equipo un jugador que pega así no merece seguir en la cancha". Así era él.

La arenga de Varela

El Mundial de 1950 agarró a Varela con 33 años. Para Uruguay conseguir el segundo puesto en el Mundial de Brasil suponía el regreso al primer nivel. La teoría decía que el título constituía un milagro. Los cuatro primeros jugaron una liguilla y a Brasil le bastaba en ese último encuentro con empatar para ser campeón. Los directivos uruguayos entraron en el vestuario de sus jugadores y les lanzaron un discurso festivo: "El éxito está conseguido. Traten de no encajar seis goles y jueguen de blanco" les dijeron. Pero Obdulio Varela tenía otros planes. Mientras el equipo se dirigía al campo por el túnel de vestuarios y escucharon rugir a las 200.000 personas que esperaban fuera, el "negro jefe" miró a sus compañeros y les arengó: "No piensen en toda esa gente, no miren para arriba, el partido se juega abajo y si ganamos no va a pasar nada, nunca pasó nada. Los de afuera son de palo y en el campo seremos once para once. El partido se gana con los huevos en la punta de los botines".

El partido empezó de la peor manera para Uruguay. En el minuto 2 Friaça adelantó al conjunto local en medio de la locura de Maracaná. Varela se encaminó hacia su portería y recogió la pelota de la red. Se la puso debajo del brazo y se dirigió de forma lenta al centro del campo en busca del árbitro. Allí empezó a reclamar un fuera de juego que no había existido. Ellis, el colegiado, se expresaba en inglés y Varela reclamaba incluso un intérprete para entenderse con él. El público dejó de festejar el gol y comenzó a seguir con curiosidad aquella escena que duró casi diez minutos, lo suficiente para frenar la máquina que podía ser Brasil.

"Me di cuenta que si no enfriábamos el juego, si no lo aquietábamos, esa máquina de jugar al fútbol nos iba a demoler. Lo que hice fue demorar la reanudación del juego, nada más. Esos tigres nos comían si les servíamos el bocado muy rápido. Eran una máquina que no dejábamos arrancar de nuevo".

Aquel gesto fue determinante para el destino del partido. Brasil no fue capaz de ponerse de nuevo en movimiento y Uruguay comenzó a comerle el terreno hasta remontar con goles de Ghiggia y Schiaffino mientras Varela se adueñaba por completo del medio del campo. El pitido final provocó un drama en Brasil. No hubo ceremonia, ni vuelta olímpica. Varela recibió el trofeo en una esquina del campo de manos de Jules Rimet –presidente de la FIFA– que guardaba un discurso en el bolsillo para felicitar a Brasil.

Esa noche Varela salió por Río a beber en compañía de los derrotados. "Mi patria es la gente que sufre" solía decir. Para él no hubo mucha más gloria. Con la prima se compró un coche que le robaron a la semana siguiente y la Federación Uruguaya le entregó, como a sus compañeros, una medalla de plata conmemorativa mientras los directivos se imponían una de oro. Aquello no hizo sino acrecentar su odio a los personajes que gobernaban el fútbol de su país. Años después llegó a decir que "si volviese a jugar esa final prefería perderla. Parecía que los dirigentes eran quienes habían ganado el trofeo". Por cierto, la Federación también se quedó con las botas que Varela utilizó en aquella final. El "negro jefe" murió en 1996 tan pobre como había crecido en su barriada de Montevideo. Pero su recuerdo quedó. Maracaná será restaurado, pero el espíritu del "cinco" uruguayo siempre estará allí reclamando el fuera de juego y pidiendo un intérprete.