Armando Álvarez  Vigo

Sergio Rodríguez es el pero en la gloria española. Cada jornada se abre con el relato de las hazañas patrias. Este ejercicio narcisista se quiebra en las últimas líneas del resumen, lastimeras por el ninguneo del canario. "McMillan", se argumenta con furia. Del técnico de los Blazers se abusa como justificación, descargando al jugador de la responsabilidad sobre su destino.

Rodríguez ha aumentado el tono de sus reivindicaciones . Su agente español inició la gresca reclamando el traspaso (se habla de un intercambio múltiple con Dallas, con Jason Kidd como objetivo). No fue una salida de tono imprevista, sino el primer paso en un movimiento estratégico orquestado al hilo de la ampliación de contrato del base hasta 2010. Rodríguez entiende que el manager, Kevin Pritchard, sigue confiando en él. "Le queremos en el equipo y no hay discusiones. Es importante para nosotros", indicó el ejecutivo. El español se ha sentido tan fuerte como para romper su habitual disciplina. "Después de dos años de espera, yo creo que es justo decirle que estoy aquí", ha comentado Sergio al periódico Oregonian. "He sido profesional, soy buen compañero y he esperado tres años por la promesa de jugar. Ahora es mi turno. Me siento muy mal".

McMillan, atacado en dos continentes, reaccionó con contundencia. "Si tiene algún problema que venga a mi despacho y lo hablamos. Si es infeliz, que venga y me lo diga a mí y no a la prensa". Quién sabe si presionado en los despachos, el entrenador ya ha modificado ese discurso. El cara a cara se ha producido. "Sergio y yo hemos hablado y la conversación fue muy bien", ha revelado un McMillan extrañamente conciliador. "Entiendo que Sergio quiera jugar más. Me gusta todo lo que hace en el campo y he tratado de crearle una posición en la que pueda tomar ventaja de su habilidad. Pero también debe entender que la misión que le tengo encomendada es básicamente que salga y cambie el ritmo del partido".

Al final, la efectividad de esta opereta de divorcio y reconciliación se tasará en números concretos. Sergio no puede contentarse con aumentar a trece minutos su participación, como sucedió en el primer choque posterior a la reunión. El joven se juega su futuro, estabilizarse como pieza válida o regresar a Europa para reiniciar lo que dejó en pañales. El sueño americano no admite segundas partes.

Seguramente el canario hoy se cuestiona si acertó en el momento de dar el salto. Se arriesgó de forma prematura. Todos sus compatriotas, incluso los más jóvenes, se han mudado tras haberse consolidado en la ACB. Sergio ha pagado la inmadurez mental y baloncestística con la que aterrizó, confundido a causa de los elogios que le llovían aunque su juego espectacular aún carecía de sustancia.

Rudy es el ejemplo de la política contraria. El mallorquín era consciente de que tenía por delante en la rotación a Brandon Roy, el mejor escolta de última generación. Y se hizo desear, remolón, hasta el extremo de que el propietario de la franquicia, el millonario Paul Allen, viajó en su jet privado a Palma para convencerlo. Nadie conoce el contenido exacto de sus conversaciones, pero McMillan ha captado el mensaje. Si Rodríguez falla, se va al banco; a Rudy lo mantiene en los minutos decisivos incluso en días de malos porcentajes.

De hecho, Rudy ha perjudicado involuntariamente a su amigo._McMillan, para lograr que sus dos joyas exteriores compartan quinteto el mayor tiempo posible, desplaza a uno al puesto de "playmaker", fundamentalmente a Roy. Y así Rodríguez ni siquiera dispone de los minutos que Blake, un base correcto sin más, se pasa en el banquillo.

McMillan quiere a Rodríguez para cambiar de ritmo. Pero lo único que ha conseguido es domesticarlo, bien porque su voluntad pública no coincide con sus instrucciones privadas o porque el jugador las malinterpreta. El canario ha perdido chispa. Su progresión se ha estancando. Apenas toma decisiones, sigue flojeando en el tiro y se atranca en el manejo con la zurda. Su único apoyo estadístico es la relación entre asistencias y minutos. Pero son pases funcionariales que el compañero valida, no las conexiones imposibles que tanto entusiasman al público americano y eran su marca.

McMillan es culpable, pero igual que Sergio, prototipo del deportista mimoso que en la zozobra se hunde en vez de reaccionar. Si el equipo funciona, como parece que puede, difícilmente se liberará del ostracismo. Apenas 22 años y ya se le agota el tiempo.