Análisis
Carmen Sevilla, la fierecilla domada
Es muy posible que Carmen Sevilla no dominara los resortes que la convirtieron en un mito sexual a la española; su único objetivo debía consistir en protegerse de las alimañas que cercaban su belleza

Carmen Sevilla. / EFE
Nadie olvida el día en que descubrió el erotismo, aunque solo fuera como una posibilidad fuera del alcance de la mano. Carmen Sevilla, con el cuerpo remojado por la lluvia en La fierecilla domada que hoy no sería posible ni como título, marcó íntimamente a una generación boquiabierta. Es falso señalar que la belleza conduce al sexo, y además imposible de demostrar. Ocurre al revés, el impulso irracional irrefrenable orienta, en segunda instancia y en tercer plano, a prestar un mínimo de atención a las circunstancias que han ocasionado la convulsión espontánea. Por tanto, solo en la revisión te fijabas en que la actriz ahora fallecida era eminente y tremendamente bella.
Es muy posible que Carmen Sevilla no dominara los resortes que la convirtieron en un mito sexual a la española. Su único objetivo debía consistir en protegerse de las alimañas que cercaban su belleza. Por tanto, es un milagro artístico que lograra transmitir su atractivo por encima de las corazas. Más adelante, y engarzada ya entre las mujeres estupendas de los albores del landismo, títulos como Un adulterio decente le exigían que fuera más cuerpo y menos idealización tardofranquista. Trabajaba sin saberlo para productores que querían transformar los suspiros de la audiencia en jadeos, con cierto éxito.
No fueron Lazaga ni Ozores quienes predicaron que el cine consiste en una mujer bella ante la cámara y de la que todos se enamoran. Lo dijo Godard, que también hoy sería cancelado. Carmen Sevilla era demasiado ingenua para adquirir consciencia de las pasiones que desataba. Se retiró de pastora para reportajes de prensa rosa en que lloraba a Algueró, y una buena tarde se reconvirtió en la abuelita que llevaba a Cine debarrio a la población que hoy vota a Vox los domingos y fiestas de guardar. Carmen Sevilla es la prueba de que el pecado solo existe en quien castiga al pecador. Lo imperdonable no fue su desenvoltura, sino que en La fierecilla domada nos invitara a pensar que la vida tenía algo que ver con la naturalidad.
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