Obituario
José Guirao: la tristeza encendida
Él era alguien que esperaba que el otro terminara de decir, fuera amigo o adversario, y a partir de ahí desgranaba, con una elegancia que se aproximaba al silencio, lo que tuviera que contar

José Guirao, exministro de Cultura. / EP
No es extraño que la primera palabra que ha acompañado la noticia tan triste de la muerte de José Guirao haya sido para valorar su elegancia. Era, en efecto, lo contrario de lo que ahora suele acompañar el gesto de la política e, incluso, el gesto de la cultura, donde parece que hablar por encima del otro que habla, de decir por encima de lo que dice el otro, sea signo de sabiduría o de eficacia.
Él era alguien que esperaba que el otro terminara de decir, fuera amigo o adversario, y a partir de ahí desgranaba, con una elegancia que se aproximaba al silencio, lo que tuviera que contar. Generalmente hablaba de su oficio, el arte, de cuya especialidad hizo su carrera, y cuando le tocó el más arduo y extraño de sus compromisos, ser ministro, jamás se hundió en las polémicas que tanto atraen a los medios para poner en un sitio o en otro a los servidores públicos.
Al contrario, Guirao fue un ministro raro, en el sentido que no juntó su nombre con el de los fáciles de palabra. Era educado, sencillo y sabio, virtudes que desembocaron, cuando 'se inventó' La Casa Encendida, que llegó a ser una especie del ICA londinense en la ciudad de Madrid, en una explicación sobresaliente de lo que debe ser el arte en medio de una parte de Madrid, Atocha, en la que casi no había otra cosa que ruido de trenes. Él consiguió que ese fuera un templo de la modernidad, en seguida que se apagaron las principales luces de la movida.
Guirao generó una fuerza moderna, nacida de aquel fenómeno, le dio curso y convirtió esa energía en la salida natural de una ciudad, y de un universo, que no podía quedarse feliz tan solo con los fuegos de artificio, que tenía que influir para que el futuro fuera al menos tan arriesgado (estéticamente) como el pasado. Antes y después, Guirao, que en aquella movida era amigo de todo el mundo, sobre todo del mundo que se movía en torno al genio de Pedro Almodóvar, era progresista sin partido, un joven marcado por una vocación estética que no renunciaba a la obligación de estar en contra de lo señalado sin por ello despreciar el lugar o la idea de los otros.
La Casa Encendida fue su emblema, y esa luz que él nunca exageró lo acompañó al Ministerio de Cultura, donde ejerció un oficio para el que nadie se prepara pero que a él, sobre todo, lo agarró cuando ya iba en mangas de camisas, esas guayaberas que entonces sustituían sus corbatas. Regresó a las corbatas, se dedicó a estudiar lo que había, hizo entrar en el ministerio la audacia que le venía de lejos, pero procuró no escandalizar, sino que fue haciendo, sin aspavientos, hasta que le convino a la política que Guirao dijera adiós. Entonces él se dispuso a callar hasta que tuviera algo que hacer o que decir. En ese tiempo lo vi o hablé con él algunas veces; nunca perdió el humor (el sentido del humor), que no usó jamás para zaherir, y no hizo del trabajo bandera alguna de insidia, pues él no estaba preparado para eso.
Alguien que lo conoció bien (y que esta mañana me dio la tremenda noticia tan triste) me contó una vez lo bien que bailaba Guirao, con qué elegancia. Ella había bailado con él en una fiesta de Almodóvar, precisamente, y aunque muchas veces lo escuché hablar de sus oficios, desde La Casa Encendida al ministerio y luego al silencio, siempre lo he recordado en esa postura que no le vi ejercer, la de bailarín, risueño y serio a la vez. La tristeza se enciende ahora por José Guirao, tan buen hombre, servidor público tan honesto y creativo. Es curioso, ahora que me he mirado de soslayo sus últimos mensajes, los dos hablábamos de la alegría. Él iba a volver a crear para la vida.
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