[Para Félix de Azúa]

Madrid, 13-VI-97

Ya que Usted se ha tomado la precaución de anunciarme por carta que iba a venir con toda la mala intención de preguntarme sobre mi caso y fracaso literario, sólo por una vez, y sin que sirva de precedente y gracias a la consideración que particularmente me merece, voy a dejar aclarado y zanjado de una vez por todas este vidrioso asunto para no volver a escarbar en él nunca más.

Reflexionar sobre lo propio es, en efecto, escarbar, ejercer de cotilla con uno mismo, sea contra o a favor, y me pago de que la gracia de Dios se haya dignado darme la virtud de ser muy poco cotilla, tanto respecto a los demás como de mí mismo; por ejemplo, nunca he logrado interesarme por los diarios íntimos; ni tan siquiera con el de un escritor tan incomparable como Kafka he podido hacer otra cosa más que zapping. (Cosa muy diferente son las "memorias", especialmente las de los políticos). Sólo me he interesado por el diario de San Ignacio de Loyola, por su escandalosa anomalía de ser, en su mayor parte, un libro de contabilidad, donde un día cualquiera podemos leer, por ejemplo: "Antes de ella y en ella sin ellas; después de ella, con muchas", donde "ella" significa la misa y "ellas" y "muchas" significa lágrimas, y así seguidamente en todas o casi todas las variantes a que se presta tal combinatoria.

Obligado, así pues, a escarbar sobre lo que me ha pasado con las letras, he encontrado muy pronto un esquema que no por claro y simple deja de parecerme fidedigno. Primero incurrí en lo que llamaré "la bella prosa", después quise divertirme con el habla y, finalmente, tras muchos años de gramática, encontré la lengua. La "bella prosa" fue lo del "Alfanhuí", donde hice lo que más tarde más he odiado: algo que estaba entre Azorín y [Gabriel] Miró. Mi padre [Rafael Sánchez Mazas], que decía que lo peor que puede ocurrirle a un escritor es convertirse en autor de "bellas páginas", bien podía haberme avisado, pero, como las invenciones eran a veces ingeniosas y graciosas, se distraía y se reía con mis lecturas, y no cayó en la cuenta del deleznable error. Para otros autores era muy sensible, pero con "el hijo que saca[ba] los defectos de su padre" (*) le cegaba el amor. De su sensibilidad para el Kitch de la "bella prosa" puedo dar un ejemplo, aunque esté recargado por la especial antipatía que le tenía a Ortega y Gasset: un día -tendría yo como 19 o 20 años-, irrumpe en mi cuarto y sin más preámbulos me espeta: "Rafael, ¿tú crees que se puede escribir 'gémula iridiscente'?, ¡'gémula iridiscente'!". Era de Ortega. Muchísimos años después, leyendo la descripción de Ortega sobre Mommsen empezando su "Historia de Roma", en la frase "la pluma suculenta desciende sobre el papel..." he recordado también cómo mi padre solía decir de los autores de "bellas páginas" que "se chupan la pluma de gusto que les da".

Bueno, pues en esa detestable práctica de la "bella página", o sea de la "prosa", incurrí yo en el "Alfanhuí". No hablo a humo de pajas; voy a poner un ejemplo demoledor; es el principio del capítulo XV de la primera parte:

"En el campo de Guadalajara amarillea el espino. Alterna la flor del espino con la grana de los tomillares. Un verde tierno se desvanece entre la tierra negra y los ásperos arbustos. En el campo de Guadalajara amanecen unas alondras oscuras y pequeñas, que tienen el pecho pinto y el pico endeble...", y así hasta completar exactamente toda una "bella página" de la caja y el tipo más habituales. La escuela más ortodoxa del arte de la acuarela atribuye, según tengo entendido, el máximo "mérito" a la acuarela que logre dejar la mayor superficie de "blanco", o sea sin tocar por el pincel; éste tiene que manchar el mínimo suficiente para plasmar, como por sugerencia, lo representado. Es posible que este carácter mínimo, leve, de un pincel que apenas vuela sobre el papel como una mariposa o un colibrí no caiga siempre entre los acuarelistas en un puro virtuosismo como el que amenaza el sujetarse con rigor al principio de "cuanto más blanco sin tocar por el pincel, más mérito", pero esta misma complacencia en flotar, en levitar sobre las cosas, rozándolas apenas con la pluma de la punta de las alas, trasladada a la prosa descriptiva es detestable no sólo por la refitolera gratuidad que se permite, al detenerse sólo en las flores que le gustan, sino por un error fundamental: como descubrieron los tristemente olvidados psicólogos de la Gestalt, en la percepción visual se da una construcción fundada en la relación "fondo-figura", cosa que, a mi entender, falta completamente en la palabra, o, si nos empeñamos en mantener respecto de ésta semejante relación, el único "fondo" posible para unas palabras que fungen de "figura" no puede ser jamás el blanco del papel, o sea el silencio, sino que tiene que estar formado por otras palabras.

Comparemos ahora la levitante descripción transcrita del "Alfanhuí" con una verdadera descripción, de muy pocas palabras pero completa, densa, intensa, saturada, como esta de Juan Ramón Jiménez en el poema "Río Tinto", si no recuerdo mal: "Lejos, por Niebla, que no se ve, el humo del tren sobre los eucaliptus aún con bruma de La Ruiza, la pared de cal, ocre de cobre, de la Venta de Piquete poco a poco, sórdida, se deslumbra de un sol difícil, retorcido, agrio". He omitido la partición en versos porque no la recuerdo, pero hay que advertir que se trata de un poema, para dispensar de la licencia gramatical de poner una tras otra una oración nominal, la que termina en "La Ruiza", y una oración verbal, la que empieza con "la pared de cal". Es una descripción tan intensamente visual que se me presenta inmediatamente como un cuadro de Ricardo Baroja, tal vez por esa "figura" central: "ocre de cobre", que recuerda sus colores más característicos. Juan Ramón Jiménez superpone sus datos, cargando, intensificando sobre un mismo punto, hasta alcanzar ellos, sinérgicamente, ese máximo grado de concentración; la "bella página" del "Alfanhuí" hace lo contrario; rehúye una y otra vez el centro como si lo temiera, va de una cosa a otra en un revoloteo caprichoso y, por lo mismo, totalmente gratuito; las "pinceladas", enlazadas tan sólo por un ritmo columpiante muy deliberado y "al oído", ni siquiera se suman, se suceden a lo largo de ese enlace de falsete, que más bien las suelta en un medio etéreo aquejado de una especie de horror a la saturación. Los datos no consiguen pertenecer realmente a la cosa y cuando pertenecen, huyen de ella acto seguido, por ejemplo, hacia la mitad de la "bella página" aparecen "las viejitas de Guadalajara"; hay un dato que, por raro que parezca, recoge una visión: "juegan al corro en los verdes prados"; desde la ventanilla de uno de aquellos lentos trenes de los años 40 vi, en efecto, un grupo de 7 u 8 mujeres vestidas de negro en un prado, no reunidas sino separadas entre sí en un espacio de 10 o 12 metros de diámetro; ni sé si todas o algunas de ellas eran realmente viejas ni puedo decir qué hacían en aquella disposición tan insólita; no "jugaban al corro", porque estaban muy separadas para cogerse de la mano. La sensación de ligereza que daban aquellas delgadísimas viejas del campo de los años 40, y más vestidas de negro hasta los tobillos como solían, da razón para decir que "tienen los huesos de alambre" y que cuando se ahogan en el río "se las lleva la corriente, flotando como trapos negros"; vale. En la frase anterior se da un dato que pertenece a las cosas; es bien conocida la longevidad de las mujeres rurales españolas, especialmente de las vascas, con gradiente muy marcado respecto de los varones: casi todas entierran a sus hermanos, primos y maridos y no pocas a sus hijos varones. Pues bien, la fuga del dato, su disolución en la más caprichosa gratuidad, se muestra en el final de esta frase: "Las viejitas tienen los huesos de alambre [vale] y mueren después de los hombres [vale] y después de los álamos". No es cuestión de realismo; no se trata de que los álamos no admitan propiamente un verbo como "mueren" ni "cumplen años" como las personas [se secan o son talados]; nada prohíbe tampoco que su duración se use por figura para encarecer la longevidad de las viejitas; se trata de que han sido metidos en la frase en pura función de comodín para disolver el otro dato y quitarle peso, para escapar de él con el mismo resorte de balancín que rige el ritmo de toda la "bella página", que busca su "belleza" justamente en una especie de despreocupación, de falta de pregnancia. No hay en ello nada necesario; nada que pudiese echarse en falta ni nada que parezca estar de más; a esto es a lo que llamo "gratuidad". Todo es, por así decirlo, "superavit", que es tanto como decir que todo está de sobra, como un ornamento sin cosa que adornar. No voy a hablar de las falacias, como la de la "tierra negra" y el campo "oscuro". Para eso, ¿a qué elegir Guadalajara, cuya tierra no puede ser más blanca ni cuyo campo más claro y despejado?

Sí quiero detenerme en la segunda frase del comienzo transcrito: "Alterna la flor del espino con la grana de los tomillares". Primero: esa alternancia ha sido determinada a partir de la abstracción de los colores: amarillo y violeta ("grana") son, en efecto, complementarios; una combinación que probablemente se repite en algún otro lugar del libro. Pero, sobre todo, esa frase no es castellano, a menos que demos por posible una pregunta tan rebuscada e inverosímil como "¿Qué alterna en el campo de Guadalajara?", pues esa anteposición del verbo "alterna" sólo sería gramatical como respuesta (explícita o supuesta) a una pregunta semejante. Tal libertad del orden de la frase está claramente emparentada con la prosa "estilista" de Azorín o de [G.] Miró. Otra cosa nefasta, muy socorrida para el "sistema rítmico de balancín", es la repetición nominal del sujeto, con la alternancia a voluntad de la repetición del nombre o la "carrera de sujeto" anafórica, que tanto admiraba en el castellano mi amigo Sven Skisgaard, un gramático danés, que conocí muchos años después de haber escrito el "Alfanhuí" y que murió bastante joven. Él fue, precisamente, el que le puso a esa notable disposición del castellano el acerado nombre de "carrera de sujeto", que consiste en la norma por la cual cuando una frase tiene el mismo sujeto que la frase anterior no hay que repetirlo ni por el nombre ni con un pronombre; es, por así decirlo, una "anáfora con vicario".

Este vicio anticastellano de repetir el nombre tiene un representante vivo y todavía más detestable que Azorín o que Miró: Cela, ese hombre que no encontraría nada que escribir si no existiesen el culo, el estreñimiento, las almorranas, la fístula de ano y demás cosas de las partes del aparato digestivo, de duodeno para abajo, pero ya hablaremos de él más adelante.

(*) Así me determinaba; y al menos desde la adolescencia fui "el hijo predilecto".