Tarea difícil atrapar en unas líneas a un rabo de lagartija tan talentoso e inaprensible, a un genio de la lámpara de las palabras, las imágenes, los dibujos y las melodías.

Era apenas adolescente cuando conocí sus primeras canciones. Luego me fui adentrando poco a poco en su maravilloso mundo como quien se abre paso en una acogedora selva con arroyos, árboles, ríos, lagos, fuentes y verdes claros para retozar.

Entre el torrente de sus canciones me encontré con sus poemigas, sus pinturas, sus juegos con las palabras. Luego llegaron los animales de la selva: Anima-l, AnimaLhito, AnimaLhada, No hay quinto aniMaLo o El SEXtO ANIMAL.

También descubrí sus campos llenos de giralunas y la liturgia del desorden que imperaba en sus bosques.

Y un día me lo encontré en un lugar de la selva llamado Vallecas. Camuflado en una pequeña madriguera en forma de centro cultural, nuestro rabo de lagartija presentaba las películas que se había entretenido en pergeñar cuando era joven y desconocido.

El deslumbramiento fue aún más colosal, pero nuestro amigo, humilde como pocos, no se las daba del espléndido cineasta que sin duda era. Luego, entre unas cervezas y hablando de lo que me habían gustado sus películas, Eduardo se ofreció a dejarme una copia en vídeo, ya que nunca le había interesado comercializarlas.

Era la primera vez que nos veíamos pero enseguida me dejó su teléfono e insistió en que le llamase para dejármelas.

Guardé ese número como oro en paño aunque el trabajo y un sinfín de ocupaciones fueron postergando una llamada que al final nunca se produjo. Algo que lamenté después, no solo por poder admirar sus películas una vez más sino para conocerle mejor en persona y aprender todavía más de él y de su pozo de creación inagotable.

La selva de su talento me fue dando infinidad de regalos a lo largo de los años: en forma de nuevas canciones, libro-discos, poemas, pinturas y películas animadas como "Un perro llamado dolor" o "El niño y el basilisco", para los que nuestra laboriosa lagartija se pasó pacientemente varios años trazando millones de dibujos a lápiz y filmándolos y montándolos luego él mismo con una cámara casera, como un artesano orfebre.

Cuando presentó "El niño que miraba el mar" en un inolvidable concierto en Madrid, yo vivía en Jerusalén, pero el azar y otros prodigios se las arreglaron para que pudiera asistir.

En el café del Teatro Español nos volvimos a ver, después de más de 20 años. Me preguntó por Jerusalén y hablando de israelíes y palestinos, me recordó el tema que acababa de cantar: "Desconoce la derrota, no hay manera, no hay manera, siempre flota, no hay manera, no hay manera, de que pierda, la mierda". Luego, me regaló uno de sus preciosos dibujos y "un basilisco bueno" para que me defendiese "de los malos".

Son tantas las cosas vividas gracias a mi querido Eduardo, que no caben en miles de papeles. Tanto es el placer y el pensar que me ha brindado que necesitaría una vida para contarlo.

Tal vez un día, a bordo de mi velero Vailima, atracado en Vigo, huyamos hacia el azul, con rumbo a un atolón perdido en los mares del sur. Y allí le construyamos, con corales y bambú, una cabaña bajo un silencioso alud de blanca luz. Para charlar tranquilamente con él y agradecérselo.