Asesinato en el Orient Express es una película vacunada contra los "spoilers". ¿Alguien ignora a estas alturas que el horrendo crimen lo cometió...? Por si acaso, me callo. No se callaba el gran Raymond Chandler, a quien no le gustaban las trampas de Agatha Christie. La que cierra su misterio sobre vías de tren es una de las más rocambolescas, una forma como otra cualquiera de quitarse el muerto de encima lavándose las manos. Ni Sidney Lumet en 1974 ni Kenneth Branagh ahora osaron cuestionar la idoneidad de un desenlace que deja muchos cabos sueltos y que, una vez sabido, deja a la historia sin el plato fuerte de la sorpresa. Tampoco es necesario, en realidad.

El gancho de aquella primera y elegante versión era el mismo que la estrenada el pasado viernes: su espectacular reparto. El desfile de caras conocidas (aunque una de ellas sea la de Johnny Depp, que desentona entre tanto intérprete sobrio) es lo que mantiene vivo el interés de la película, a la que Branagh aporta una cierta grandilocuencia en la puesta en escena, con abuso de grúas y movimientos de cámara ostentosos, al tiempo que da al personaje de Hercules Poirot un barniz distinto al habitual que puede irritar a los seguidores más acérrimos de miss Christie. Inevitablemente, los puntos más atractivos llegan con los intérpretes más carismáticos, y ahí no se puede negar al director el talento con el que trata al personaje de Michelle Pfeiffer, regalándole en el tramo final un primer plano absolutamente maravilloso de madurez plena.

Es justamente en los estertores de la cinta donde Branagh recupera en parte el brío que demostró en sus comienzos shakesperianos: bien conjuntado con la hermosa y melancólica música de su inseparable Patrick Doyle, forja dos o tres momentos espléndidos en los que se mezcla todo el dolor, el odio, la ira y el fatalismo que hierve en un asesinato nacido de otro hundido en el fango del tiempo.