Desde que en el 2010 finalizó de forma abrupta su relación con la Compañía Nacional de Danza que vio nacer y a la que dedicó casi dos décadas de su vida, se podría decir que Nacho Duato (Valencia, 1957) es un nómada de la danza. El que fue un carismático bailarín es considerado hoy uno de los coreógrafos de mayor prestigio y reparte su tiempo al frente de dos de los ballets más importantes del mundo: el del Teatro Mijailovski de San Petesburgo y el Staatballet de Berlín.

En una de las estancias de su casa de Madrid, la que considera su hogar y donde recibe al Magazine, a un tiro de piedra de la Puerta del Sol, tres grandes relojes le recuerdan los lugares en los que focaliza su tiempo, España, Rusia y Alemania. El espacio es luminoso, de enormes ventanales, con una mesa de trabajo repleta de objetos, notas y apuntes, lápices, libros y DVD. Se mueve entre todo ello con sorprendente delicadeza para su envergadura: parece increíble que encuentre acomodo con facilidad para tan largos brazos y piernas. Suena música de fondo, que no consigue apagar del todo los cláxones de los coches, inevitablemente atascados en la tarde madrileña.

"” Cada vez es más difícil que haya un público mayoritario que se detenga a disfrutar de un ballet de cuatro actos, tres horas. Pero no quiero parecer un señor mayor al que no le gusta el mundo en que vive”"

¿Su proceso de creación comienza con la música?

Algo de eso hay. Yo no la escojo; me escoge ella a mí. Escucho mucha, aunque también valoro el silencio. Según el día puede ser barroca o minimalista, pero cuando me doy cuenta de que elijo una pieza repetidamente es porque me está llamando, me pide que trabaje con ella. Y empiezo a ver imágenes en movimiento en mi cabeza. El ballet es eso: composición y tiempo. Esculpir el tiempo en imágenes. El proceso es espectacular.

Dice que ama su trabajo, pero le fue infiel con la actuación…

Bueno, tanto como infiel…

¿Esa habría sido una opción de vida?

No lo creo. Nunca habría podido ser, porque yo no me veo buen actor. He coqueteado con el cine, me han ofrecido cosas muy a mi medida y siempre las he hecho, pero siento que no es mi mundo. Sin embargo, me gusta el contraste que existe entre la verdad desnuda que supone salir a bailar y la mentira absoluta que es interpretar: toda la parafernalia, los micrófonos… Luego en montaje te recortan todo y no tiene nada que ver con lo que vives en el momento. Eso es imposible cuando estás sobre un escenario; lo que expresas es lo que sientes; no hay nada obvio. Puede ser ambiguo, lo que lo hace todo aún más interesante. Y para ser actor hay que tener esos ojos; esa mirada que tienen ellos y yo no tengo…

Esa falta de obviedad, esa ambigüedad, ¿es lo que separa a la danza de la cultura popular?

En parte, sí, y eso obliga a un entrenamiento mucho mayor por parte del espectador. Más aún en estos tiempos en los que se hace tan difícil estar en calma y concentrado; vaciándote gracias a la música y a danza. Eso es imposible cuando acabas de soltar el iPad o la consola o acabas de ver una película de acción. Cada vez es más difícil que haya un público mayoritario que se detenga a disfrutar de un ballet de cuatro actos, que dure tres horas. Pero no quiero parecer un señor mayor al que no le gusta el mundo en que vive. No se precisa gran esfuerzo para dedicar un rato a nosotros mismos; a la cultura, a participar de un concierto o una obra de teatro con todos los sentidos. Me preocupa que no haya interés en hacerlo.

Habla usted de la calma como si fuera un bien necesario…

Porque tengo que buscarla; no está en mí. Soy muy nervioso, pero no lo parezco. En todo lo que hago me empleo al 100%, ya sea trabajar, estudiar o hacer el loco. La disciplina es muy importante para crear, pero también es algo que me he impuesto a mí mismo.

"“Aquí no hay ni un teatro nacional con compañía propia de ópera, teatro o ballet. Eso es inimaginable en Francia o Alemania, el país donde al parecer hay que mirarse”"

¿Fue un adolescente rebelde?

Es que aquella educación no se podía soportar. No era disciplina, era una dictadura tremenda. No nos enseñaban a estudiar, sólo a memorizar. ¿Me pueden decir de qué me sirve saberme los ríos de Europa? La educación que yo he recibido es la peor para una persona creativa y distinta a los demás. Yo estaba siempre solo en el colegio, en Valencia. El director les prohibía a los demás que se sentaran conmigo porque era el loco que hablaba o iba cantando canciones que no eran. En lugar de incentivar la creatividad lo que hacían era castrarme continuamente, y me sentía como un borrego. Me expulsaron de todos los colegios, y ser indomable se instaló dentro de mí, y me rebelé contra Béjart, en el Alvin Ailey de Nueva York, en el Cullberg… Le dije que no a Jiri Kilyan cuando me ofreció trabajar en el Nederlands Dans Theatre…

¿Qué buscaba y no encontraba?

Un modo personal de desarrollar lo que imagino. Al final me vine a Madrid porque me llamó Adolfo Marsillach para hacerme cargo de la Compañía Nacional de Danza. Tenía treinta y pocos años, no había dirigido apenas y preferí continuar esa búsqueda aquí. Por otro lado, nunca hago lo que me piden, y eso es fuente inagotable de polémica. Aquí la hubo cuando llegué y cuando me fui. En Alemania, igual; en Rusia, donde fui el primer coreógrafo que dirige un ballet imperial ruso en más de un siglo, tuve detractores y críticas terribles. Pero estoy acostumbrado a eso; si haces algo al margen de la moda y del que manda y da el dinero, vas a tener problemas. Los he tenido con todos los ministros, con casi todos los directores generales…

¿No le agobian las dificultades?

En absoluto. Y no temo a la autoridad. Yo he tenido a Tomás Marco, director general del Instituto de las Artes Escénicas y de la Música del Ministerio de Cultura, presionándome para que usase sus composiciones. Y a Luis de Pablo y Halffter, que me mandó como veinte CD suyos y tras explicarle que no me inspiraba su música me hizo devolvérselos y los compré nuevos para enviárselos con el celofán, para que pensara que ni los había escuchado. Otro tonto hubiese hecho un ballet con la música de estos señores cercanos al poder, pero a mí no me dio la gana porque no lo sentía. No soy el bufón de la corte.

¿Es fácil trabajar con usted?

No suelo tener problemas con quienes trabajan a mis órdenes porque predico con el ejemplo. Me gusta que piensen, se cuestionen las decisiones y expliquen en qué no están de acuerdo. Cuando los bailarines ven que llegas a las diez de la mañana y te marchas a las ocho de la tarde sobran las palabras; ya saben lo que tienen que hacer. No soy un director policía ni el padre de nadie. Un vago cae por su propio peso; él mismo se da cuenta de que no está a la altura o, lo que es peor, se lesiona porque no ha trabajado lo suficiente y acaba abandonando. Además, en periodo de ensayos no ando con filosofías. Es momento de bailar y de corregir.

"“Si vives es para envejecer. Es que la alternativa es morir joven. Siempre pienso en aquel Marlon Brando gordo, medio calvo, en el que aún hallabas fuerza y belleza... La persona es todo lo que hay detrás”"

¿Se puede ser un creador sin tener un punto de locura?

Para dirigir en Rusia y en Berlín me han hecho unos exámenes y resulta que, aunque haya quien piense lo contrario, no estoy loco. Lo hacen para darte acceso a la zona privada del Museo Hermitage, como director del teatro imperial. No, no creo que sea necesaria esa gota de locura. De hecho, me siento mucho más cuerdo que la mayoría de la gente. En el fondo, los que parecemos más locos somos los que menos lo estamos.

¿Cómo comenzó en la danza? No fue su primera elección…

No, primero hice teatro musical. Debuté en Godspell y ahí empezó a germinar todo, porque cantaba una canción y me hicieron una coreografía especial porque veían que era capaz de bailar. Luego pasé por Hair y tras la desastrosa experiencia que sufrí con Alberto Closas en '¿Por qué corres, Ulises?' abandoné el teatro y me fui a Londres para aprender a bailar.

En aquella función aparecía casi desnudo en escena…

Y se armó. Aún vivía Franco. El autor, Antonio Gala, me eligió porque yo, con 18 años, era el perfecto efebo griego, y la gente venía mucho por el morbo de mi escena de amor con Victoria Vera, que enseñaba los pechos. Yo llevaba un tanga. Cuando el protagonista, Closas, se dio cuenta, se pudrió de celos y la tomó conmigo: me humillaba y llegó a golpearme en escena. Me cambiaba los finales de las frases para que me equivocara y me compró unas bermudas para sustituir mi tanga. Pero cada vez que me hacía alguna, yo le contestaba lo que me daba la gana. La situación se hizo insostenible y me fui.

¿No es curioso que la danza llegara a su vida tan tarde?

En realidad siempre estuvo ahí; yo quería bailar desde el principio, pero temía decirlo porque mis padres no lo veían con buenos ojos. En esa época no había más que toros y desfiles militares, y si el teatro era cosa de putas y gentes de mal vivir, si decías que eras bailarín la gente pensaba que trabajabas en un cabaret de Marbella. Y eso, aún más en una familia acomodada, era una desgracia. En Londres empecé otra vida. Aunque era mayor para iniciarme, tenía muy buenas condiciones físicas. Empecé a escuchar: “¡Very good, Nacho; very nice!”; “sal otra vez, que vean cómo lo haces”. Tras años de colegio en colegio, coleccionando ceros y aguantando intentos de humillaciones, aquello era otra cosa. Pero, como resultado, nunca he llegado a disfrutar del halago de verdad y mi nivel de exigencia ha sido siempre altísimo…

¿Sigue considerando la creación de la Compañía Nacional de Danza su mejor logro?

Lo habría sido si nos hubieran dejado desarrollarnos. Cualquiera sabe que para crear algo así, dos décadas no es nada. Para que coreógrafos, bailarines y público vayan de la mano y evolucionen juntos se necesitan años; más teniendo en cuenta que partíamos de la nada y llegó a ser una de las formaciones más prestigiosas del mundo; un modelo que seguir. Gustasen o no las coreografías, porque yo he presentado algunos programas malos, en la compañía había un latir al unísono que clavaba al espectador en el asiento; impactaba. Hace cinco años, en plena época de recortes, decidieron no seguir apoyando este proyecto, cortaron de raíz, y ahora eso es otra cosa que no tiene nada que ver; y, por supuesto, se cargaron la Compañía Dos, cantera para nuevos bailarines. Cuando explico esto fuera de España, nadie se lo cree.

¿Estos vaivenes con la cultura llevan la marca España?

Desde luego. Aquí no hay ni un teatro nacional con compañía propia ni de ópera, ni de teatro ni de ballet. Eso es inimaginable en Francia, o en Alemania, que es el país donde al parecer hay que mirarse, y donde hay 72 compañías subvencionadas por el gobierno (aquí hay una y sin sede) y disfrutan del privilegio de la continuidad; cambian de director artístico o no, pero mantienen sus señas de identidad. No van dando bandazos.

¿Cree que hay personas impermeables a la belleza?

¡Sobre todo, entre la clase política! (Risas). Ha habido ministros que venían al ballet por obligación y luego querían que les organizásemos un besamanos con los bailarines como si nos visitara Carmen Polo. Pero más allá de eso, para encontrarse con la belleza hay que tener cierta calma y predisposición. Y hay que enseñar a los chavales a enfrentarse a la belleza y apreciarla. Eso debe formar parte de la educación, pero parece más importante que hagan natación y aprendan chino. Va todo muy deprisa. Me encantaban las tardes en el jardín con mis hermanos, aburridos viendo pasar las nubes y descubriendo juntos lo bello del mundo.

¿Cómo ha convivido con su propia belleza?

Desde niño he sido consciente de que, en ese sentido, era especial. A veces me ha jugado a la contra porque hay quien pensaba que, como era guapo, no tenía dos dedos de frente. Con resquemor, cuando eso te lo han dado; no has luchado por ello, luego no hay nada que envidiar. Yo no he sido el guapo de mi casa; mi madre era muy bella. Aquello de entrar en los sitios y que se fijen en mí ya no pasa. Esa belleza se fue, pero me da lo mismo porque si no va acompañada de algo más no es nada. Hay que apañárselas para sorprender de otra manera.

¿Se lleva bien con el tiempo?

Es que la alternativa es morir joven, como tantos amigos, como mi hermana… Si vives es para envejecer. Es ridículo empeñarse en lo contrario, porque acabaría siendo un viejo estirado; pero joven de nuevo, jamás. Siempre pienso en aquel Marlon Brando, gordo, medio calvo, en el que aún encontrabas fuerza y belleza, porque una persona no es sólo lo que representa en ese momento; es todo lo que hay detrás. Tu belleza está en tu historia, aunque seas una pasa.

¿Cómo le perciben los demás?

Creen que miro por encima del hombro, pero no es mi culpa si hay gente más bajita que yo (risas). No soy distante, soy reflexivo. No es fácil conocer a un personaje público de verdad. Algunos piensan que he chupado del bote, cuando lo que hacía era currar 14 horas diarias. Trabajo en algo extraordinariamente disciplinado. Al bailarín siempre le duele el cuerpo, no puede dejar de engrasar su maquinaria ni un día. Es una profesión muy dura, pero se piensan que bajamos del Olimpo volando por el cielo y nos ponemos a bailar, que dicho así podría servir para imaginar un ballet.