Las condiciones son precarias, pero no tanto como esperaba Pablo. "El campamento ha mejorado mucho gracias a la intervención de las ONG. Ha pasado de 1.600 refugiados a 400 y, por el momento, hay comida -básicamente bollería industrial, arroz y huevos- y las instalaciones de saneamiento y electricidad cubren las necesidades. Pero hace frío y hará más en los próximos meses", advierte.

El campo de Katsikas es un barrizal militar. El ejército lo ha cubierto de piedras para drenar el agua y tapar el lodo. Sobre el inhóspito pavimento residen en tiendas irakíes, afganos, kurdos y sirios. En ocasiones se producen conflictos de religión y hasta peleas, según explica el bombero.

Pero, en general, la vida es "tranquila". "No quieren problemas. La gran mayoría residía en ciudades occidentalizadas como Damasco o Alepo y vivía cómodamente. Ahora se encuentran muy denigrados. Estamos acostumbrados a ver imágenes de pobreza extrema en el tercer mundo, en gente que no conocía otra cosa. Las que vemos aquí nos hablan más de humillación que de pobreza".