En plena euforia de delfines varados, el mar sorprende, aunque no mucho, con otro avistamiento: el de algo que se mueve entre aguas, que juega a ser cetáceo, pero no se define. Hay que meterse hasta la cintura y eso hace Javier Garrido, cantero, quien primero observa cómo se las gasta un tronco de madera a simple vista largo de consideración y, luego, difícil de manejar con su cabeceo de moverse a flote en un extremo sí; en el otro, no.

Así que lo amarra a las rocas, estudia las mareas y busca la propicia para que ayude a ponerlo en seco. En su tiempo, recaba la ayuda de Naro y de Toti, se ponen a la faena y allá van siete horas de tarea para rescatar el madero y, con más colaboración, la de un tractor, llevarlo a tierra, a un sendero que apenas es línea en el paisaje.

Más Oia, con sus 26 kilómetros de costa, llama "poto" a eso, a cualquier rendija que dé acceso a la costa. El tronco, al fin, bien medido, con ración extra de cerveza, después de los viajes que reclamó al mar la función del rescate, se presenta con sus 18,30 metros de longitud y unos 30 centímetros de diámetro.

Acuden curiosos y expertos que establecen, unos el peligro que debió haber representado para la navegación; otros, el precio aproximado o de negocio. se trata de mongoy, madera africana originaria de Costa de Marfil, Ghana, Nigeria y Gabón, con el mérito de que viene de una sola pieza y es útil para la elaboración de muebles por su veteado.

Se observa que el madero aparece como petroleado, acaso en origen, tal vez como resultado de su trayectoria a la deriva por esos mares emponzoñados por los vertidos. La madera vale también para instrumentos y herramientas y tiene otras utilidades.

A la deriva

Una estrella insculpida en la cabecera y unos plásticos, etiqueta que puede dar pistas sobre el destino de esta mercancía, seguramente caída de un carguero, y que traía percebes (azul, amarillo, blanco) incorporados. Percebes que, dicen, son de la costa africana. Oia recuerda que, no hace tanto, el mar (la mar) envió otro regalo: velones y más velones de cera en contenedores, con los que se llenaron carros, entonces del país, como previniendo para los apagones de época.