El rey Sebastião fue un joven frágil y romántico, debilitado por la endogamia y posiblemente estéril. Criado bajo la mística jesuítica, soñaba con cruzadas e imperios imposibles. Murió por ese absurdo empeño a los 24 años, en Alcazarquivir. Su cuerpo se perdió en la degollina. Sus súbditos, ya sustituida la Casa Avís por los Austrias, promovieron la leyenda de que había sobrevivido y se la creyeron. Durante décadas fantasearon con que su regreso los libertaría, incluso cuando Sebastião ya debiera haber muerto de viejo. No se encomendaban al Sebastião real, sino al de sus sueños.

El sebastianismo es esa melancolía por lo que se ha perdido pero sobre todo por lo que jamás ha llegado a suceder. También nos impregna al norte del Miño, que es cicatriz y cremallera. No existe terreno más infinito que el de la imaginación ni relato más impredecible que el pasado. El Celta padeció su propio sebastianismo con Berizzo. Vivió durante muchas temporadas encadenado a la memoria idealizada del argentino. Aún rebrota, de vez en cuando. Yo deseo su retorno por lo mismo que lo repruebo: la felicidad que recordamos, que supera incluso la que nos produjo. Berizzo, si vuelve, será su peor adversario.

El sebastianismo se repite ahora con Denis Suárez. Denis se ha enredado en su propia paradoja: cuanto más tiempo pasa sin jugar, más empeora su caché en el mercado y mejora su consideración en una parte del celtismo. Ya lleva varias jornadas firmando excelentes actuaciones: las que muchos aficionados suponen que habría realizado de estar vestido de corto sobre la cancha y no de civil en la grada.

Denis posiblemente ya nunca alcance el nivel que presumimos en el City o el Barça. Técnicos como Escribá y Óscar no lo emplearon de la manera adecuada. Brilló de manera continuada en la primera temporada de Coudet y de manera más irregular, como el equipo, en la segunda. El inicio de la anterior Liga y de la actual han sido parecidos sin él y con él. Claro que Denis hubiera conservado su trascendencia en el esquema de no mediar el divorcio con Mouriño. Campos fichó a Óscar. Ya estaba Veiga. Ninguno imita a Denis. Son más verticales y menos combinativos. Quizá hubiese convenido jugar diferente o probar con De la Torre. También a Coudet lo paraliza en cierto modo el sebastianismo.

Denis y Mouriño se han empecinado en su inquina y ambos pagan las consecuencias. El presidente, que nunca desanda sus rubicones, ya que no logró sacarle dinero por un traspaso, ahora prefiere retenerlo. Ha calculado las amortizaciones. Pero no el elemento desestabilizador que supone su presencia en Vigo. Por activa, Denis jamás va a comportarse dócilmente. Influye incluso más por pasiva. Jugando en otro sitio, Denis estaría sujeto a los vaivenes de la carne. Puede que deslumbrase en el Betis o que apenas contase en el Sevilla. Sin jugar en ningún sitio, del material del que están hechos los sueños, Denis acierta en todos los pases que Balaídos imagina cada vez que el equipo se estanca en la medular.

Denis no volverá a vestir de celeste. Aquella bella historia del niño celtista no tendrá final feliz. Nada nos retiene más que lo que ya no existe ni a nadie se odia tanto como a quien se amó. Mouriño y él deben desprenderse de su amargura mutua. También el celtismo. Portugal se desencadenó cuando se abrazó a los Braganza, libre ya al fin de su sebastianismo. Veiga, Óscar, De la Torre; otro sistema, otro estilo. El destino de este equipo se resuelve en lo real y tangible; en lo que es y será, no en lo que fue, si es que lo fue, o hubiera sido.