Hay espectáculos que solo se soportan por el compromiso sentimental o profesional que encierran. Uno más dentro dentro de la Liga española, convertida en una serie constante de duelos encorsetados hasta lo enfermizo, donde la inspiración queda limitada y triunfan el rigor y la disciplina. Hoy los recursos de los equipos se dedican a anular al rival bajo la consigna de correr el mínimo riesgo. Reina la estrategia defensiva y los partidos alcanzan el mismo nivel de complejidad y monotonía que los peores manuales de instrucciones de electrodomésticos. Cualquier telefilm alemán de sobremesa encierra mucha más emoción. Sucedió ayer en Balaídos donde el Celta fue incapaz de librarse de la tela de araña que Sergio Fernández organizó para frenar sus teóricas cualidades. Y se habría llevado la victoria si en el último minuto del descuento no hubiese aparecido Murillo para cazar en el cielo un centro de Iago Aspas. Un punto justo para los méritos de un Celta que se quedó sentado en la estación viendo cómo se marchaba el tren que llevaba a ese país llamado “tranquilidad” y en el que aspira a instalarse cuanto antes. El empate le permite mantener una distancia cómoda con la zona roja de la clasificación, una situación idílica a estas alturas del curso, pero que no puede ocultar que los vigueses han conseguido una sola victoria en lo que va de 2021.

Sergio tendrá escasos recursos en el Valladolid, pero sabe sobradamente cómo explotarlos. Ayer le ganó el combate a Coudet, amarrado a un plan que los técnicos rivales ya han aprendido. En la última actualización del manual del entrenador ya viene un apartado dedicado al técnico argentino y se ve que todos se lo han descargado. En sus primeras jornadas la historia funcionó porque a su favor jugó el factor sorpresa y el descaro con el que el equipo se movía por el campo. Ahora ocurre justo lo contrario: todo es previsible y el Celta incluso ha renunciado a ese atrevimiento, a su punto de locura, para minimizar riesgos. Así no es de extrañar que el Celta y el Valladolid ofreciesen un espectáculo infame, lleno de choques, interrupciones, faltas, simulaciones, quejas...Tenían los castellanos el firme propósito de que no se jugase, de llenar el medio del campo de minas para que Denis sufriese para iniciar el juego y el Celta fuese incapaz de encontrar a Iago Aspas. El moañés jugó con vigilancia extra y si se hubiese marchado al vestuario algún jugador del Valladolid habría ido tras él.

A los problemas de origen del Celta se sumó la ausencia de Nolito. Hay veces en que uno tiene que desaparecer para que el resto sea consciente de su importancia. Coudet trató de cubrir con Brais y con Solari la ausencia del andaluz, pero cada vez que pisaban ese terreno es como si se los tragase la tierra. Esa banda fue un solar solo animado por los intentos de un voluntarioso Aarón, intermitente pero mucho más dinámico que la mayoría. Solo Hugo en el otro lateral trataba de abrir una vía nueva y de darle cierta amplitud al juego. Todo lo demás eran ataques que morían en un centro, cómodos de defender en una franja del campo convertida en un atasco monumental. Con ese panorama era lógico que los dos porteros no diesen señales de vida en todo el primer tiempo.

Tras el descanso Coudet quiso mover algo el árbol con la entrada de Holsgrove y de Baeza por Denis y Solari. El escocés, con sus errores, le dio un poco más de agilidad a la circulación de la pelota y al moverse con más alegría por el medio generó cierto desconcierto en el plan vallisoletano. “El chico de la cinta no salía en la charla” parecieron pensar. Fue el momento de mayor esperanza para el Celta que coincidió con una falta peligrosa al borde del área que Iago Aspas, liberado por un instante de su escolta, incrustó en la cruceta de la portería de Roberto. Eso y un disparo tímido de Hugo Mallo fue todo el bagaje ofensivo de los vigueses que volvieron a estamparse contra el muro de Sergio. Sin embargo, el Valladolid empezó a encontrar en los desajustes vigueses la forma de asomar el cuello por el área de Rubén. Un remate que salvó Brais fue el primer aviso serio antes de que Roque Mesa les hiciese un lío en el 70. Recibió un balón aprovechando un descuido de Holsgrove y avanzó sin que nadie le detuviese. Murillo falló en su intento y el balón cayó a los pies de Weismann que disparó con potencia. Rubén despejó y Orellana recogió el rechace para marcar a puerta vacía.

El panorama era desolador para el Celta porque no había nada a lo que agarrarse. Nadie cogió la bandera para salvar la tarde. Coudet se jugó la baza de Ferreyra para jugar con dos delanteros y retrasar algo más a Iago para que encontrase espacio para dirigir las operaciones. El Valladolid resistió con orden, sin conceder oportunidades, resolviendo con eficacia las jugadas a balón parado y haciendo correr el reloj (esa virtud del fútbol moderno que en otro tiempo suponía un descrédito para la profesión). Al Celta al menos hay que agradecerle que no dejaron de intentarlo. Incluso en un día que consistía en comerse un bocadillo de piedras siguieron dando tímidos bocados, dejándose los empastes en la tarea. Y el destino les premió en el último minuto del descuento. Una falta lejana que Aspas sacó de forma precisa a esa zona que los porteros nunca tienen muy claro si deben atacar. Los centrales midieron mal y Murillo entró como un avión para cabecear con violencia a la red. Un empate que hace justicia porque hubiera sido una barbaridad que cualquiera de ellos se llevase tres puntos por semejante horror. En eso el destino fue coherente.