El Celta se ha convertido en un chiste clásico; el de aquel hombre que paseaba por la selva con un yunque en brazos.

– ¿Por qué llevas un yunque? –le pregunta otro caminante que se cruza con él.

–Muy sencillo: si viene un león, lo suelto y corro más.

Si para Florentino los entrenadores son lo que los actores para Hitchcock, una molestia necesaria, para Mouriño se han convertido en un yunque. Llegados a noviembre, los suelta para que el equipo corra más. Así que ya no parece contratarlos por las virtudes que puedan elevar al equipo, sino por los defectos que lo lastren. A mayor peso, mayor velocidad cuando los destituya. No fue la llegada de Escribá la que salvó al equipo sino la marcha de Mohamed y Cardoso; no fue Óscar, sino Escribá; no será Coudet... Los entrenadores le duran a Mouriño una temporada, que no es tan mal promedio, pero modificando el ciclo natural. El Celta es de verano austral.

El Celta, en resumen, se rige más por las ausencias que por las presencias, como un motor a reacción. Resulta inevitable el eterno retorno. El club intenta desprenderse del fantasma de Berizzo sin lograrlo. Ambos sufren una maldición zíngara desde que se separaron. A estas alturas tampoco iban a seguir juntos y ni siquiera sabemos si conviene que vuelvan a juntarse. Berizzo competiría con el peor enemigo, su propio recuerdo idealizado. Pero lo cierto es que la directiva céltica ha perdido el paso desde entonces, como el soldado que se trastabilla en un desfile. Descender es una opción asumible, inscrita en la genética del club. Sucederá antes o después, igual que el posterior ascenso. En esta época, con un presupuesto de nivel medio en Primera, el descenso debería producirse por un mal año puntual, no con la precisión burocrática del cántaro que va a la fuente.

El Celta se ha equivocado cuando ha querido diferenciarse de Berizzo y cuando ha querido clonarlo. Obsesionado con defender mejor desde aquella época, lo único que ha conseguido es atacar peor. “Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo”, sostenía Einstein. Sin saberlo, describía la política de Felipe Miñambres en el mercado. Lo paradójico del caso es que este Celta que rueda por la ladera –y que acaso se cree libre pese a que lo impulse la inercia, como la piedra de Spinoza– obtiene los mismos resultados incluso haciéndolo distinto. Porque el Celta no solo ha fracasado cuando no ha realizado los fichajes que los aficionados pedían, como esta temporada; también cuando ha fichado exactamente lo que los aficionados pedían, como en la anterior. Pero al aficionado y al periodista, a nosotros sobre todo, nos asiste el derecho a la desmemoria. Nos basta con borrar los tuits.

El fútbol es un deporte colectivo de anotación puntual. Una peculiar combinación de lógica y magia. Tan sencillo en apariencia como intrincado en su tuétano. No siempre resulta fácil saber por qué en un conjunto los jugadores trascienden la suma de sus individualidades y en otro, como ahora mismo en el Celta, todos parecen peores de lo que son.

Con el Celta me pasa que contravengo el principio científico. Manejo más certezas que dudas a priori y más dudas que certezas a posteriori, sobre los hechos consumados. Certezas tengo pocas: que la plantilla ha perdido calidad física durante los últimos años, una grave tara en una Liga donde todos presionan mucho, bien y alto. Y que la directiva no le ha concedido a los entrenadores el tipo de jugadores que pedían: a Escribá porque no quisieron, a Óscar porque no pudieron. Pero lo que tengo, sobre todo, son dudas. Porque contemplo el partido en Elche y no entiendo ni cómo se empata ni por qué no puede repetirse al menos diez veces al año.

A mi alrededor observo, sin embargo, verdades absolutas, rotundas, monocromas. En general, relacionadas con la identificación de un culpable único o principal: Chaves, para muchos. Chaves es muy poderoso en los despachos de Príncipe, pero mucho más en las pesadillas del celtismo. Una especie de Freddy Krueger. Existe porque lo soñamos y nos conviene. Así podemos responsabilizarlo del fracaso de la Operación Retorno como en su día responsabilizamos a Aspas de la ilusión que generó. Necesitamos que al menos alguien permanezca impoluto.

Encontrar un culpable simplifica la dolorosa realidad y nos alivia. Era la función del chivo expiatorio en los sacrificios hebreos: pagar con su sangre los pecados del pueblo. Lo único que lavaba aquella sangre era la tierra sobre la que caía derramada. El alma del pueblo seguía igual de sucia.

Ni Mouriño, ni Felipe, ni Chaves, ni Mallo ni Óscar; ni directiva ni técnicos o plantilla, sino todos ellos, e incluso todos nosotros, claro que en muy distinto grado de incumbencia, componemos el Celta. Somos institución y tejido, equipo y entorno. Participamos de sus glorias y difícilmente cambiará su desnorte si no son varios los elementos que se alinean. Lo otro es pensar que soltando un yunque, que curiosamente nunca es quien lo piensa, correremos más rápido. La gracia amarga del chiste es el final que nunca llega a relatarse: el león se comía a aquel hombre.