El Celta se dio de bruces contra aquello que soñó ser un día. La Real Sociedad es un club ordenado en lo institucional, sensato en la gestión, alegre en el juego, con una plantilla compuesta en su mayoría por canteranos que entran en la alineación con asombrosa normalidad y bien aderezada con un puñado de excelentes fichajes. Todo está engrasado en su mecánica. En el campo, en el banquillo, en los despachos... Ayer el Celta se dio cuenta de lo lejos que está de ese mundo que hace no demasiado tiempo creía tener a su alcance. El equipo de Oscar García –cada día más en el alambre tras esta secuencia nefasta de resultados– fue un trapo en manos de los de Imanol. Eran dos mundos frente a frente que poco tenía que ver. La claridad de los realistas frente al desorden vigués; un objetivo claro contra una improvisación constante; un grupo focalizado en su meta frente a otro que se ha pasado la semana enredado en peleas cuarteleras y absurdas guerras de vestuario que siempre acaban por tener su reflejo en el campo. Nada sucede por casualidad.

Meses después de la llegada de Óscar a su banquillo, el Celta vive en la eterna indefinición. Nadie sabe exactamente cuál es su propósito cada vez que salta al campo. Bailan los esquemas, los jugadores y nadie adivina un plan claro, un método, un camino por el que avanzar. Toda aquella voluntad de ser protagonista de los partidos ha tenido la misma validez que las promesas electorales en mitad de una campaña. Oscar eligió ayer la opción de esperar a la Real para evitar que los donostiarras, que se estiran con enorme facilidad, pudiesen correr. Se guardaron los vigueses en su campo cargados de cautela, pero fueron incapaces de cumplir ninguno de sus propósitos. Ni encontraron transiciones para dañar a la Real Sociedad ni defendieron con un mínimo de rigor. Fueron un juguete roto en manos de Silva, de Barrenetxea o de Oyarzabal que hicieron transparente a la línea defensiva del Celta. Un naufragio gigante que afectó a los centrales (terrible lo de Araújo y Murillo) como a los chavales que cubrieron los costados (Carreira y Fontán, especialmente penalizado al situarle en el lateral donde no estaba Olaza). El Celta, sin fútbol, tampoco fue capaz de oponer intensidad, fuerza, colocación o espíritu. La Real, pese a sus piernas más cansadas por el compromiso europeo de esta semana, lo ganó todo ante un equipo que volvió a echar de menos esa calidad física que al menos permite sostenerse en pie esos días en que nada sale. En días así el Celta se convierte posiblemente en el peor equipo de la categoría porque no luce sus teóricas virtudes y es incapaz de adaptarse a cualquier otro escenario. Era cuestión de tiempo o de puntería que empezasen a caer los goles en la portería del reaparecido Rubén Blanco. El primero llegó en una pérdida de balón en el medio del campo, en una superioridad en la banda de Carreira y un cabezazo plácido de David Silva mientras Murillo y Araújo se iban a tapar un espacio en el que no había nadie. Poco después fue Oyarzabal quien desnudó a los centrales para anotar el segundo. Todo lo que aportó el Celta fue una carrera de Iago Aspas que estrelló contra el lateral de la red.

En el segundo tiempo los dos equipos intercambiaron sus papeles. El Celta decidió quedarse con la pelota y la Real optó por correr con la salida de Portu que se fue a buscarle las cosquillas a Fontán porque los entrenadores no suelen despreciar los regalos que le hacen en el banquillo de al lado. Con Brais en el campo y Denis algo más liberado de su atadura en la banda –esa de la que nadie se atreve a sacarle– los de Oscar ofrecieron algún síntoma esperanzador, una cierta voluntad de querer salir del pantano mental en el que viven instalados. Pero duró diez minutos, hasta que Murillo perdió una batalla con Portu, y este sirvió a William José el balón a puerta vacía. La tarde ya no tenía solución más allá de que Aspas anotase gracias a un penalti cometido sobre Brais. Entraron Mor (voluntarioso), Mina y la Real pareció no querer hacer la herida más grande. Una presión ordenada les dio el cuarto gol en un balón a la espalda de un condenado Fontán que acabó expulsado para cerrar una tarde para olvidar de un equipo que ahora mismo parece un cadáver. Todo lo contrario que esa Real vigorosa, líder y feliz. Esa clase de equipo que el Celta quiso ser.

Uno a uno