La guerra que dicen que nadie ha querido, pero en la que todos participaron, comenzada el 1939, parecía estar tocando a su fin. A las faldas del castillo de Cardona, hasta donde habían llegado a parar Enrique y los demás prisioneros nacionales, llegaron un buen número de camiones. A los que les hicieron subir a toda prisa, ya que aquella marcha, solo Dios sabía hacia dónde les llevaría. Era a consecuencia de la ofensiva que el ejército Nacional había desencadenado contra Cataluña, por lo que, con voz queda, incluso se decía que las tropas de Franco habían tomado Barcelona. Pues se iban encontrando con soldados y más camiones que la habían abandonado, así como una gran columna de civiles de toda clase y condición. Pero aquella marcha hacia la frontera se hacía cada vez más de forma desordenada, por lo que se parecía más a una estampida que a otra cosa. Los camiones que se quedaban sin gasolina eran abandonados y muchos de los prisioneros, aprovechando tal circunstancia, trataban de escapar o de esconderse de los vigilantes. Eran tantos los camiones, soldados y gentes civiles que se desplazaban hacia la frontera que los camiones tenían que ir en una marcha corta, por lo que consumían mucho más gasolina. Enrique, desde el suyo, veía toda aquella pobre gente, entre las que se encontraban muchas madres que lloraban su pena con sus hijos en brazos, casi recién nacidos. Mientras los otros, los mayores, caminaban agarrados a sus faldas, al mismo tiempo que todas ellas se mezclaban con mujeres más viejas, con hombres jóvenes, y viejos incapacitados, ya que a casi todos ellos les faltaban un brazo o bien una pierna, por lo que muchos caminaban con muletas, a duras penas, por aquella carretera. Iba todo un río humano de gentes desesperadas, derrotadas, sin final de llegada y sin deslumbrar, siquiera, el destino que les esperaba en aquella otra tierra, en la que buscaban, al igual que un naufrago, su salvación en un mar agitado.

Toda esta columna de desesperados, derrotados, sin final de llegada, hacía pensar y preguntarse a Enrique:"Toda esta terrible crueldad, ¿de dónde sale?. ¿Cómo ha entrado en el mundo?.¿De qué raíz ha salido?"."Aquí las horas son meses, y los días años. La guerra no ennoblece a los hombres, todo lo contrario, ¡nos convierte en bestias!. Todo aquello le producía pena, y Enrique cerró los ojos para no ver los rostros desencajados y llorosos de aquellas madres, que caminaban sin saber hacia dónde, ni qué futuro les esperaba a ellas y a sus hijos. Siguió con ellos cerrados para no romper a llorar, por todo lo que estaban viendo. Lo que no le impidió recitar mentalmente: "La guerra compra el espíritu del hombre, cuando éste aviva su llama, cuya luz se arrebatan unos a otros, olvidándose de donde procede el amor".

Al abrir de nuevo los ojos, sin apartar la vista de los mugrientos mutilados, de aquellas almas con los ojos desencajados por el sufrimiento, insistió susurrando su pensamiento, como si de una actuación teatral se tratase todo aquello:"¿Quién eras Tú, que caminas a mi lado?".

Pero hay otros caminos que nada tienen que ver con la guerra ni con la política, ya que el creador de todos nosotros no busca nunca, a través de ellos, ni su victoria ni su reelección. Ni en los frentes de la guerra hace prevalecer ideas políticas. Porque solo hay un derecho, una senda, un Gobernante absoluto, al que nadie está forzado a seguir, dado que se no ha dado libertad de elección para elegir el camino, por el que tenemos que conducirnos en nuestras vidas. El que elegimos, sin tener plena conciencia de ello, en el justo momento de despertar a la vida, que ya empezamos a recorrer, en el siempre difícil sendero de los tiempos de una contienda civil. Donde las cosas no eran como eran, pero que existieron porque Padrón las recordaba. Recordaba a sus hermanos mayores jugar sobre la mesa cuadrada de madera del comedor, con jugadores recortados de la prensa gráfica y pegados en cartón, sus partidos de fútbol. También recordaba, vagamente, al segundo de sus hermanos, enfermo, tumbado sobre la cama, mientras que los amigos y otro de sus hermanos manejaban los barcos de guerra, pintados y pegados en cartón, así como aviones de papel colgados en el techo de la habitación. A los que el enfermo, armado con un tirachinas, disparaba con trozos de cartón mojado. Era algo así como si estuviera rememorando aquella guerra que les había tocado vivir, y que el enfermo conoció por sí mismo, cuando con casi sus 17 años se fue voluntario al frente del Guadarrama. Del que había regresado tuberculoso, al abrírsele la herida que le habían producido, en el pueblo, los que les requisaban el pan que trabajaban toda la noche, o bien se lo tiraban al suelo del carro en que lo llevaba, para repartirlo por el pueblo y lejos de él. Al volcar el carro, tirado por el "Cuco", y pasar con una de sus enormes ruedas, forradas con hierro, por encima de Pepe, por ser hijo de Padrón el "fascista" y amigo de Calvo Sotelo. Sin contar que, mientras su padre estaba preso en Santiago, condenado a muerte, por encubrir a un pariente y a un amigo, ambos comunistas, de lo que le salvó una vecina que trabajaba de cocinera en la ciudad del Apóstol, su madre le hacía frente al mandamás del pueblo, que le quería, de fraudulenta manera, quedar con la panadería que tan duramente trabajaba para el sostén de sus diez hijos, de los doce que había traído a aquel mundo desquiciado por mentes enfermizas, que no sabían que lo estaban, pero que la única y tergiversada memoria histórica, también podía recordarla, un poco, tal cual fue.

Era tanta la nitidez de las imágenes que se habían plasmado en su mente de niño, que recordó siempre aquel día triste de "poalla" en que murió el hermano. Con el correr del tiempo no conseguiría recordar otra cosa, otro tiempo. Pero si recordaría para siempre el doloroso silencio que se había apoderado de su alma de niño, que sentía lejano pero fuerte y obscuro como las largas noches de penoso insomnio. De un tiempo de soledad, de aturdida tristeza, que le hacía presentir que aquel terrible tiempo volvería a vengarse de todos ellos.

Mientras dormía con su hermano, dos años mayor, sintió gemir de dolor a su madre. Quería saber por qué lloraba, y frotando los ojos del sueño interrumpido, bajó de la cama y salió al pasillo, cuya penumbra iluminaba la única bombilla que tenía. Era de noche y vio a la señora que amortajaba a los difuntos del pueblo, ayudada por otra mujer, de la que no era capaz de recordar su rostro, que llevaban en brazos el cadáver del hermano, envuelto en una sábana blanca de la que sobresalía y pendía una mano inerte, mientras su madre sollozaba, desconsoladamente, la muerte del hijo amado. En cambio nunca conseguiría recordar otras voces, como recordaría, para siempre, la nublada y triste tarde de aquel mes de agosto, turbada por el lejano sonido del tañido de la campana que, con su lúgubre voz, anunciaba que se estaba enterrando al hermano de 17 años. Recuerdos estos que, con el tiempo, buscaría la oportunidad de soñar con el esfuerzo de vivir, recordando el bello rostro de su madre, siempre triste y llorosa por la muerte de su hijo más querido. Del que guardaba, celosa, todas sus pertenencias y recuerdos.

Este sendero, recorrido en la más tierna infancia, ya nunca se borraría de su mente, a pesar del prolongado y aturdido silencio que embargaba su andadura. Y sin que se diera cuenta, aquel joven había comenzado a caminar por uno de aquellos senderos que lo conducirían hasta el verdadero camino por el que continuaría su andadura por la vida. Cuyos recuerdos, ahora, le dan la oportunidad de volverla a soñar, con el esfuerzo de haberla vivido.