El viento metálico que había alcanzado en 1914 Europa, donde sus negros nubarrones descargaron durante cuatro largos años una lluvia constante de lágrimas de fuego y sangre, menos en España, ahora habían cubierto todo el cielo español. Presagiaban una tormenta mucho más larga y sangrienta que, poco a poco, parecía que iba a caer nuevamente sobre toda Europa. En España, más concretamente en Vigo, se festejaba el ansiado ascenso del Celta a Primera División, mientras en Berlín, aquel 1936, se celebraba de cara al mundo la más grande de todas las Olimpiadas.

En España, el levantamiento ya se había llevado a cabo. No pensemos ni busquemos culpables, digamos simplemente que no hay una guerra ni una cruzada ni santa ni justa. Pensar y recordar constantmente ahora aquel infierno de dolor, sangre, y muerte es tanto como mantener el odio que había provocado en España, y luego en el resto del mundo, el mayor horror y sufrimiento jamás padecidos por el ser humano.

Los torneos oficiales de fútbol habían quedado interrumpidos en todo el territorio español cuando Enrique Macías fue llamado para que se presentara en el castillo del Castro, cuya plaza de Vigo estaba en el bando de los nacionalistas, bajo el mando militar del coronel Felipe Sánchez. Había sido destinado a Zaragoza, al ser acoplado al Regimiento de Murcia, en el que también estaban incorporados los jugadores de su querido Celtiña Nolete y los hermanos Machicha.

En espera de la hora de salir para el frente, los jugadores del Celta entrenaban para jugar un partido amistoso contra Portugal a favor de las tropas nacionales. Mientras, Enrique ensayaba la bonita obra del maestro Marquina "En Flandes se ha puesto el sol", que iban a representar en la plaza del ayuntamiento, también a beneficio del ejército. Y aunque eran tiempos que se vivían con temor, para Enrique eran de gran ilusión por tener la oportunidad de demostrar sus cualidades de actor teatral. Era, junto con el Celta, las dos pasiones de su vida, a las que ahora había unido el amor que sentía por su novia Carmiña. Pero justo un día antes de representarse la obra se había dado la orden de que todos los soldados destinados al frente de Aragón tenían que partir para Zaragoza. Orden que llenó de desánimo y desilusión a Enrique, así como a los jugadores del Celta. El primero veía perder la gran oportunidad de su vida, al no poder demostrar sus dotes teatrales, y los jugadores del Celta se quedaban sin jugar un partido internacional.

El desosiego de Enrique por no haber podido demostrar sus dotes de actor se fue disipando lentamente a medida que el pesado y lento tren recorría el camino hacia la ciudad del Ebro. Fue la presencia de Nolete, y de los hermanos Machicha, sobre todo la de Nolete, del que era un gran admirador, lo que le reconfortó en aquel pesado y lentísimo viaje, que terminó en Zaragoza. Los llevaron a todos a los cuarteles militares de la ciudad. Enrique fue destinado, junto con su admirado Nolete al 4º batallón, en el cual poco tiempo estuvo Nolete, ya que a los pocos días fue destinado al 1ª batallón en el frente del Campillo. Y fue por la noche, después de la cena, cuando se dejó oír en el cuartel el ruido de motores de los camiones que entraban en el recinto militar, para en el acto dejarse oír una voz, que llegaba a todos los lugares del cuartel: "¡¡Salimos para el frente del Belchite!!".

Al oír esto, a Enrique le invadió un cierto temor por todo el cuerpo, pues aunque sabía que estaba allí para luchar, tenía la esperanza de que dicho momento nunca llegase o por lo menos se retrasase mucho más tiempo.

Enrique, en Belchite, cayó herido y prisionero de tropas confederadas canadienses, junto con muchos de sus compañeros. Fueron evacuados de hospital en hospital, por varios lugares, hasta Olivar del Codo, donde quedaron bajo el mando de las tropas republicanas. A los pocos días los hicieron embarcar en unos camiones y fueron conducidos al hospital de Saliñena. Fueron días amargos para Enrique, al verse privado de la compañía de su mejor amigo, sobre todo cuando vio que otra de aquellas evacuaciones se hacía hacia Lérida, y no hacia Barcelona, a donde había sido llevado el amigo. Con gran alegría, Enrique se encontró con él en el hospital de Lérida, a donde lo habían llevado para que se curase de las quemaduras de rostro y manos, que se había producido al explotar el cañón que disparaba.

Después de unos días les volvieron a trasladar, esta vez, al hospital de Pedralbes en Barcelona, y de allí a un hotel convertido en hospital, en San José de la Montaña, en la misma falda del Monte Tibidabo. Fueron alojados muy cómodamente y tratados muy bien. Lo que no impedía tener que andar con mucho cuidado con lo que hablaban o cómo se comportaban si no querían perjudicar a los curas camuflados como guardias de asalto, que eran los que hacían guardia en el hospital.

Pero la cómoda vida de la que disfrutaban Enrique y sus compañeros se terminó cuando mejor se encontraban en aquel hospital puesto que, una vez más, los evacuaron para enviarlos a un campo de concentración, ya que habían sido dado de alta de sus heridas. El campo de concentración al que los mandaban estaba en el Prat de Llobregat, justamente en el campo de aviación civil, convertido ahora en dos campos de aviación, uno de uso nacional y el otro para la "Air France". En medio de los campos había otro más pequeño, en donde los aspirantes sacaban el carnet de pilotos. Enrique y el resto de los demás prisioneros fueron alojados en el hangar más pequeño, donde se encontraron cómodamente instalados. Pronto se dieron cuenta de que allí también había jesuitas y sacerdotes camuflados de paisano, que confesaban a los presos a escondidas.

Era tanta el hambre que pasaban en aquel campo de concentración que algunos prisioneros aprovechaban las salidas, que les permitían los guardias de asalto para tomar un café. Les invitaban los payés, a los que les habían sacado las tierras para hacer las comunas. De pronto Enrique miró a su amigo que estaba completamente pálido leyendo el periódico.

- ¿Qué te pasa?-, le preguntó todo preocupado por el aspecto que presentaba el amigo.

- Mira -, le contestó éste, mostrándole un ejemplar atrasado de "La Vanguardia" de Barcelona.

Enrique, al ver la noticia que salía en dicho periódico, tampoco nada pudo decir, pues era incapaz de articular palabra.

- Pobre Nolete -, dijo al fin como un susurro, una vez leída por segunda vez la noticia de la muerte de Nolete en el frente de Aragón.

Pero Nolete no había muerto. "Resucitaría". Y Enrique, tras contemplar la terrible marcha hacia la frontera francesa de aquellos que se iba al exilio, sería liberado. Vigo esperaba y con el fin de la Guerra Civil, el fútbol y la Primera División.