Victoria mientras anochece sobre Balaídos, con esa luz que aún titila cuando el sol ya se ha escondido tras las Cíes. La temporada del Celta se ha desarrollado en esas precisas coordenadas, al borde de la oscuridad, aferrado a una débil esperanza; solo protegido del espanto por ese último jirón del crepúsculo. La luz que se apagaba crece ahora. Tampoco se ve el sol, pero se intuye tras las montañas. Lo trae Iago Aspas atado a sus botas. Amanece.

La megafonía ha anticipado la trama. Se emite música de banda sonora: de western a lo Morricone, de suspense a lo Bernard Herrmann, con la épica de Howard Shore. Todos esos géneros se conjugan durante el encuentro. Los tambores de Siareiros marcan el ritmo con partitura de Hans Zimmer.

La historia de esta campaña, la de las lágrimas de Aspas y el pequeño Xoel Dobaño, exige un final feliz que la redondee y la consagre en la memoria. El moañés interpreta el papel principal. A su estela, un celtismo reivindicado. José Augusto Aguiar conoce bien el carácter céltico. Nació en 1923, igual que el club. Lo lleva codificado en sus genes. Aguiar ha conocido sus asperezas, sus enfados, sus dimisiones y contradicciones. También su fidelidad en las peores circunstancias. LaLiga ha premiado a los celestes como la mejor afición. Les entregarán la camiseta con el dorsal doce que lo acredita. Aguiar presume orgulloso durante la ceremonia. Con su primer sollozo al abandonar el vientre materno comenzó todo.

Los jugadores locales le hacen al Barcelona el pasillo de honor del campeón. Balaídos aplaude, aunque ya hacia el final se impone el "Celta, Celta" que en sus distintas variantes irán trufando el partido y espoleará al equipo en sus peores momentos. Apenas algún murmullo con la enésima pérdida de Boufal. Todo se perdona.

El pasillo es un juego de espacios intermedios, de eso que existe por oposición, los restos que se apañan y se nombran: entre el día y la noche,con una alineación del Barcelona construido desde los jugadores que no se deseaban alinear, del silencio como negación del ruido. Porque existen algunos silencios y son más estruendosos que cualquier grito: durante esos instantes eternos que tarda el VAR en anular el gol de Araújo, durante el paseo infinito de Aspas hacia el punto de penalti, a la espera del estallido de las redes. Y entonces sí, con el 2-0: el jolgorio, el desconocido que el abrazo convierte en hermano, los suspiros de alivio, los cánticos y la fiesta de toda la plantilla en la esquina de Siareiros, con la danza tribal y Cabral agitando una bandera. Y también ojos húmedos, sollozos o directamente llantos, pero de alegría. Amanece en plena noche.