Siempre lo dije: las dos mejores aficiones que hay en España son las del Celta y del Athletic de Bilbao. La de los vascos, por su entrega de siempre al orgullo de ser un equipo exclusivo formado solo por los de su tierra. Lo que incluso le costó pasar de ser un club poderoso, fuerte, y competitivo a ser un club que pasó y sigue pasando las cercanas penurias del descenso de categoría, pero siempre sostenido por ese orgullo de ser solo jugadores de la tierra y por una fiel afición que, domingo tras domingo, dentro y fuera del viejo y nuevo San Mames, está a su lado para seguir sosteniendo su vieja aspiración de seguir siendo un equipo grande del fútbol español.

La fuerza del cariño mostrado por la afición del Celta que, desde FARO DE VIGO, le transmitió el inolvidable Manuel de Castro "Handicap", antes incluso de su fundación, es distinta al vasco, pero tan profunda e intensa que no hay palabras para describirla, como ocurrió el domingo ante el Villarreal. Cariño que yo siempre tuve en mi etapa de jugador, porque lo había asumido por el llanto de un hermano, en una derrota ante su eterno rival, el Deportivo de La Coruña, hace de ello la friolera de casi 80 años, tantos casi como el centenario que está muy cerca de cumplir nuestro club. Cariño especial, eso sí, pero único, como solo sabemos tener y comprender, en nuestra querida y amada Galicia.

Parco, como ocurrió en 1928, con la inauguración de Balaídos, que se tuvo que llevar a cabo sin terminar, como se requería y pensaba, por la parca ayuda del cariño recibido. Apasionado y desbordado por la clarividencia de Handicap y las injusticias encontradas y superadas para llevar a cabo un equipo grande, en una aldehuela de pescadores. Con espectadores que, indignados, saltaban al campo para tomar la medida del ataúd del árbitro o se perseguía a éste hasta fuera de la región para buscar venganza a su pésimo arbitraje. Sin contar que había que alargar, hasta la llegada de la noche, la espera del regreso del viaje. Y al grito de: "¡Vámonos de aquí!", intentar dejar vacías las gradas, ante la humillación de la derrota, para volver a ellas, con gran rapidez, al grito triunfal de:"¡Gol!".

Todo acompasado siempre por aquel grito de: "¡Selta!, ¡Selta!, ¡Selta!", que te erizaba la piel, y que luego te llevaba en volandas, sobre las alas del embriagador triunfo. Todo esto, tan incomprensible para el entrenador actual del Celta el cual, según sus declaraciones tras el partido contra el Villarreal ("No me esperaba un ambiente tan intenso"), no lo comprende. Lo que dice poco o nada a su favor. Al igual de lo que dice, al final, del triunfo colectivo, por lo que se le debe dar una medalla, por descubrirnos que el fútbol es un deporte colectivo. Pero hay que recordarle que la parte defensiva de ese colectivo estuvo ausente, el domingo, más de la mitad de los 45 minutos de todo el primer tiempo y algo más. Por lo tanto, dada la situación, no puede hablar de victoria colectiva. Más bien, un buen entrenador le hablaría a esos "desorientados" de la responsabilidad, que es lo que hay que tener y hacer resaltar en estos casos.

Pero quien sí lo comprendió fue el de Moaña, Iago Aspas, quien avergonzado por el juego mostrado por su equipo, por la humillante derrota que estaba sufriendo y el pasivo comportamiento del entrenador, totalmente ido en el banquillo, sin saber qué hacer para remediar tanto desorden, ido como estaba, ve como Iago Aspas, aprovechando la celebración de la Reconquista de la ciudad, de la cual, al igual que el Villarreal, los franceses se habían adueñado, se reviste de Agustina de Aragón y apoderándose del balón, como única tabla de salvación para comenzar la Reconquista, consigue el gol cuyo grito resonó en Balaidos, como el lanzado por la catalana-aragonesa al conseguir cerrar las puertas de Zaragoza al invasor francés.

Con aquel gol, parable o no, comenzaba la Reconquista del partido ante el Villarreal y con ella, la alegría de poder alcanzar el triunfo, para su desorientado y perdido entrenador en el banquillo, para los miles de espectadores que imploraban y rezaban que así fuera, mientras Iago Aspas se afirmaba que aquel era el camino, lo que luego le confirmó aquel certero cabezazo, bueno o malo, de su compañero, que desbordó por completo de inmensa alegría a los espectadores que llenaban los graderíos.

Lo que parecía imposible de lograr estaba a punto de conseguirse, lo que hizo que los diez últimos minutos finales fueran un grito constante de angustia y desesperación. Angustia y desesperación con la que Aspas se aferraba al balón, como a un talismán que le pudiera abrir las puertas del ¡cielo! O del€¡¡infierno!!. Tirado el penalti, bien o mal, Aspas consiguió que se abrieran las puertas del ¡¡cielo!!.

Y entonces afloró esa gran afición que siempre tuvo el Celta, y que sigue teniendo, aunque ahora de forma más silenciosa, cuya riquísima herencia se heredó de abuelos y padres, que ya habían poblado las calles de la ciudad al grito lanzado por la injusticia de intentar hacerlo bajar a Segunda División en los despachos, lo que no era la primera vez que se intentaba hacer. El llanto de la victoria de un hombre de nuestra tierra, enarboló ese inmenso cariño, silencioso e incomprensible, que yo seguí palpando a mis 85 años, como cuando se me erizaba la piel al grito de ¡Selta!, ¡Selta!, ¡Selta!, recorriendo la ciudad colocando carteles. Con aquel llanto, Iago Aspas no solo "gritaba" a toda España: "Aínda hai raza", también quería "despertar" a su presidente de ese mal sueño que hace ya tiempo se apoderó de él, llevándolo a la tristeza e incomprensión que pocos comprenden y que él guarda tristemente en su silencio, porque no quiere agrandar la herida que le ha producido la compra del cargo. Que todos achacan al egoísmo y soberbia.

Por eso, Iago Aspas, con su llanto, le "gritó" que no siguiera escondiéndose tras las máscaras de la tristeza y de la soberbia. Que rompiera a llorar, aun ahogando el grito del ¡Selta!, ¡Selta!, ¡Selta!, como lo hacían miles y miles de aficionados. Y aunque en mi periplo de pegar carteles no encontré un solo aficionado que me hablara bien del presidente, ni yo tengo buenos motivos para hacerlo, aunque de verdad lo siento por respecto a la institución que preside, y porque el momento lo requiere, desde aquí pido al celtismo que se ponga de su lado y que le dé su apoyo. Como aquel que mostró las cámaras de la televisión, casi un niño, que de pie y en solitario, perdido en el maremágnum de la victoria, aplaudía y lloraba amargamente la felicidad de ser celtista.